LOS LUGARES MARCADOS

He ahí la eternidad

Yo sé que existo/porque tú me imaginas./Soy alto porque tú me crees/alto, y limpio porque tú me miras/con buenos ojos,/ con mirada limpia./Tu pensamiento me hace/inteligente, y en tu sencilla/ternura, yo soy también sencillo/y bondadoso». Así dicen los primeros versos del poema de Ángel González Muerte en el olvido.

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Ahora que el ángel de Ángel se nos ha alejado, con su sonrisa afable y su manera particular de alargar las noches y las conversaciones, «platicando una botella» de whisky, no nos queda otra que agarrarnos a sus recuerdos y a su poesía.

Pocos poetas han tenido como él la facultad de cantar con igual naturalidad el amor, la amistad y el compromiso. Con nuestras mismas palabras, pero aquilatándolas, mirándolas al trasluz de su belleza. Sabía mirar y decir lo humano sin impostación, a la vez que descubría para el lector el lado luminoso, el secreto de belleza de cada expresión, de cada vocablo.

Aquel ángel ateo con cabeza de profeta del Antiguo Testamento, barbado y majestuoso, puso la letra a nuestros himnos de juventud. En los pasillos de la facultad de Filosofía y Letras de Cádiz, recién jóvenes de los ochenta recuperábamos sus versos antifranquistas y sus versos enamorados con el mismo temblor con el que treinta años antes lo hicieran sus coetáneos. Recitábamos su Inventario de lugares propicios al amor o El campo de batalla, y éramos capaces de comprender, en un tiempo ya de apertura y de libertad, el sentimiento de aquel otro tiempo suyo, «hostil, propicio al odio». Y hacíamos el amor con palabras prestadas de sus libros; y la guerra (o nuestra pequeña revolución privada), con los versos suyos que nos íbamos apropiando. Lo seguiremos haciendo: será como volver a recuperarlo. «He ahí la eternidad, en dos palabras».