El señor de los diamantes
El ex dictador liberiano Charles Taylor rememora ante el Tribunal de La Haya su trayectoria política y criminal
Actualizado: GuardarVestido con elegancia, luciendo joyas y un reloj de oro, Charles Ghankay Taylor parece un atildado hombre de negocios. Por su aspecto podría tratarse de un ejecutivo norteamericano, y aunque su trayectoria como líder político y presunto criminal de guerra le ha conducido hasta el Tribunal Internacional de La Haya (Holanda), la realidad no difiere demasiado de esa imagen superficial.
El acusado es descendiente de un puñado de antiguos esclavos negros que abandonaron Estados Unidos para fundar una nueva república en el golfo de Guinea. Aún hoy, la bandera de Liberia, el nuevo Estado fundado en 1847, ostenta una solitaria estrella y las mismas barras horizontales que su país de origen; y la técnica del patchwork identifica, con idéntico orgullo patriótico, las colchas a ambos lados del Atlántico.
Quizás, mientras escucha estos días impasiblemente los cargos de secuestro, asesinato, mutilación y reclutamiento de niños soldado, recuerde sus años como estudiante de Economía en Boston o la peripecia que le permitió sobornar a sus vigilantes y escapar de una cárcel de alta seguridad en aquel país. Por aquel entonces ya había gozado de los privilegios de ostentar el cargo de viceministro de Comercio en Monrovia. Un cargo que le duró hasta 1983 cuando tuvo que huir a EE. UU. tras saquear las arcas públicas. Y un año más tarde fue detenido en Washington.
Posiblemente, Taylor rememore en la cárcel su incursión en el mundo de los negocios. Y es que algunas grandes operaciones comerciales que se llevan a cabo en el continente negro exigen un complejo entramado de estrategias mercantiles, políticas, militares e, incluso, religiosas, aunque, a menudo, no resulten visibles para la opinión pública. En 1989 él creó su particular empresa bajo el emblema de un grupo guerrillero, el Frente Patriótico Nacional de Liberia, y espoleó la lucha entre las etnias locales, gios y manos contra krahns y mandingas, tribu a la que pertenecía el presidente en vigor, el dictador Samuel Doe. Sí, el mismo que fue torturado, mutilado y asesinado frente a una cámara de vídeo, dirigida por Prince Johnson, el lugarteniente de Charles Taylor.
Exterminio delirante
Tal vez, se evada del aburrido proceso judicial evocando aquellos años de delirante exterminio entre tribus que le permitieron hacerse con buena parte del territorio nacional, predicar la palabra del Señor como pastor bautista y controlar las explotaciones de caucho y las minas de oro. Su rostro incluso puede animarse cuando reviva la exitosa campaña electoral que le llevó a convertirse en presidente de la Gran Liberia. El eslógan era contundente: Mejor el diablo conocido, que el ángel por conocer». Los votantes, a los que había que restar unos doscientos mil que habían perecido en la guerra civil, comprendieron el mensaje y le otorgaron el poder por mayoría absoluta.
Pero la amplitud de miras de Taylor no podía circunscribirse a Liberia. Obtenido el monopolio político y económico en su país de origen, puso su indudable talento para los negocios en las minas de diamantes de Sierra Leona, el Estado vecino. Subvencionó espléndidamente a Foday Sankoh, un fotógrafo ambulante con similares ambiciones. Al mando del Frente Revolucionario Unido, su aliado emprendió otra operación a gran escala para apoderarse del país, el más pobre del planeta. El procedimiento fue bárbaro. Además del reclutamiento de niños soldado o la reducción a la esclavitud sexual de las menores, no escatimó en masacres ni en todo tipo de mutilaciones físicas a la indefensa población.
Seguramente, Taylor tendrá que disimular su enojo cuando escuche la intervención del especialista en el tráfico de brillantes. Sin duda, se referirá al Proceso de Kimberley, un sistema de certificados que evita que lleguen al mercado los diamantes de sangre, aquellos obtenidos mediante la violación de los derechos humanos o cuya venta sufraga la compra de armas. Fue firmado en 2000, tras conocerse su implicación y beneficio en una trata que partía de las minas sierraleonesas y los conducía hasta Liberia o Costa de Marfil, desde donde eran exportados ilegalmente.
Sus ojos, escondidos bajo gafas ahumadas, se humedecerán cuando evoque su gesto grandilocuente, poco antes de embarcarse en el avión que le llevaría al exilio en Nigeria. «Si Dios quiere, volveré», prometió, o amenazó.