EL MAESTRO LIENDRE

Tradiciones de mentira

Una de esas frases reciclada en aforismo de uso cotidiano, en lema vital para emergencias, dice que «las cosas sólo se valoran de verdad cuando se pierden». Seguramente, ese pensamiento está preñado de realismo y experiencia, pero todo lugar común tiene su cruz. Así que nadie nos ha contado nunca qué pasa con las cosas que tampoco se valoran cuando se pierden o cuando no se tienen. Las que te dejan tan fresco cuando se van o no llegan. Nada dice esa popular sabiduría de todo lo que aguantamos pensando que peor sería perderlo y, de pronto, desaparece sin que nadie sienta más que indiferencia o alivio.

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Parece que esa carrera para pijos millonarios ociosos, pilotos profesionales y marcas de coche en busca de publicidad que era el París-Dakar (o como se llamara este año) rezaba como una tradición indispensable para comenzar el año. Enero no sería lo mismo sin ese desfile de bólidos por paupérrimas aldeas, sin más espectadores que los famélicos niños y sus familias, cuyo único premio era evitar ser atropellados. Hasta 55 muertes (entre pilotos y civiles) ha costado el jueguecito. Este año se ha suspendido. Y nadie recuerda nada.

Es triste que haya desaparecido por la amenaza de la violencia y no por la dictadura del sentido común, pero se ha acabado y no pasa nada.

Igual podría contarse de la Copa América, ese rollazo reconvertido en acontecimiento mundial que nadie ve, que a nadie interesa (a nadie, que no te coma el coco ese amigo tuyo aspirante a yuppie neocon). No hay audiencia, ni espectadores en directo. No puede funcionar como entretenimiento y sólo sobrevive por los intereses espúreos de administraciones y empresas, que nos presentan estos carísimos zurullos como tradiciones indispensables para estar en la onda.

Igual que las exposiciones universales, los torneos de golf y tantas zarandajas que prometen riquezas y al cabo sirven para exhibir la de unos pocos; que se presentan como atracciones mágicas y, en el mejor de los casos, son una excusa para tomarse una copa con amigos.



¿Otra vez, Conde Duque?

En Cádiz, sabemos mucho de tradiciones con dos días de vida que se ofrecen como actos imprescindibles para la sociedad local y que importan un bledo a un enorme sector de población que, obviamente, permanece en silencio.

Sin ir más lejos, un año el Trofeo Ca-rranza se celebró en San Fernando y no pasó nada. Las barbacoas no eran nada y se dirigen de nuevo hacia ese punto. Hasta la presentación del Carnaval en Madrid es nada y el día que deje de hacerse pasará eso mismo. El acto protocolario (que cuesta una pastita y que sólo tiene valor como coartada para salir un par de días de casa) alcanzó un nulo eco publicitario, según todas las crónicas. Apenas hubo representantes institucionales de Madrid, o que trabajen en Madrid, ni madrileños.

El aforo estaba formado, como cada año, por gaditanos que trabajan en Ma-drid; gaditanos que se han escapado a Madrid y Arturo Baldasano, ajeno a los dos los grupos anteriores. Es decir, gente que, de todas formas, va a venir al Carnaval, menos Baldasano (a no ser que se disfrace muy, muy, muy bien). Su valor promocional es nulo. Sólo tiene reflejo en medios de Cádiz, el único sitio del mundo en el que el Carnaval gaditano no necesita publicidad. Es un acto para convencer a los ya convencidos de visitar Cádiz por febrero. Los demás no están, ni se les espera, ni se enteran. Otra tradición, otro presunto espectáculo que, si desapareciera aplastado por la lógica, encontraría como única respuesta el silencio y el olvido.



¿Pero había himno?

Pero los defensores de las tradiciones (reales o inventadas anteayer) son muy pesados. No sólo se empeñan en defender las que hay, se sostengan o no por el dinero, el respaldo popular o la costumbre cultural. Además, los muy coñazos, pretenden inventar otras nuevas.

La última parida costumbrista es la de ponerle letra al himno español. Estábamos todos tan contentos sin ella que habíamos olvidado que era absolutamente necesaria. La justificación, de trascendencia social extrema, es que nuestros pobrecitos deportistas de élite no tienen versos a los que agarrar su espíritu patriótico cuando saltan al campo, a la pista o a la cancha y, claro, por eso Italia, Alemania, Brasil o los anglosajones -sin premio- nos ganan siempre. Va a ser eso, que no teníamos letra.

Algunos nunca la habíamos echado de menos porque, en esos minutos previos al partido o la carrera, siempre estábamos destapando la cerveza en la cocina, volcando el paquete de frutos secos u orinando, para poder ver el espectáculo deportivo como Dios manda.

Todos los himnos resultan pueriles, repetitivos y engolados, cuando no belicistas, fascistas y cursis. Lo que pasa es que en otros países les tienen cariño a la letra porque recuerdan a sus abuelos, a sus actores o deportistas favoritos cantándola hace lustros. Aquí no tenemos esa coartada y la moñez de los ripios infantiles queda desnuda, sin la rebequita de la memoria.

No hay necesidad, no hay tradición y, por tanto, no hay que inventársela. Bastante trabajo tenemos con tratar de descubrir y descartar todas las costumbres caras, mortales, prescindibles o estúpidas como para buscarnos otras nuevas.