Tribuna

Las coplas, las coplas

La cosecha del año está a punto de salir al mercado. Como en otros sitios se pisan uvas, aquí se estrenan coplas estos días, criadas con esmero a lo largo de los últimos meses en lavaderos más o menos modestos. Unas serán humo, otras guardarán nuestra memoria y la de nuestro tiempo. Unas salen a la palestra ahora sobre las tablas de la oficialidad del concurso, otras dentro de unas semanas, en las esquinas de las calles. Todas pasarán su decantación, su destilación, a través del complicado alambique de su oportunidad, su acierto, su conexión con la sensibilidad de quienes escuchemos, la fortuna con la que se defiendan. Un poco de todo, para un bebedizo de trago largo. Tan largo que su regusto puede llegar a permanecer muchos años.

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Dicen que la memoria olfativa es la más potente, o que el gusto, el efecto «magdalena de Proust», encabeza el ránking del poder de evocación, pero la memoria auditiva no va a la zaga. Para prueba, la selección del Selu que hoy mismo acompaña a este periódico en un CD, con la carpeta y las primeras fichas de la colección «Los pelotazos del Carnaval».

No pretendo hacer más autopublicidad, entiéndanme, sino reflexionar a partir de una emoción y una sorpresa, que supongo que muchos podrán compartir. Fue de pronto el otro día, en medio del fragor de la tarde de trabajo, cuando puse en mi ordenador el disco y sonó el tango de «La guillotina», el primero que seleccioné. Volví de pronto a aquellos años en que se recuperaba el Carnaval en febrero, con los albores de la democracia, y al momento del gran cambio social en que los «estudiantes» se lanzaban a ocupar el espacio en la fiesta que hasta entonces había estado reservado al pueblo llano, años en que se desmantelaba Astilleros, se acababa el sueño de prosperidad y la ciudad ardía en disturbios. El regusto agridulce dio paso a la chispa, la euforia, el «pellizco» de verdad, pícaro y gamberro, del Peña y el Masa que interpretan a Agüillo en «La boda del siglo», cuando «Carlos le dijo a Diana que se moría de ganas...» y fue como ver de nuevo a aquella pareja tan singular, su genio irrepetible, innato, cuyo testigo quizá aún nadie haya recogido.

Y siguen coplas «de manual», clásicas, imprescindibles, como «Los duros antiguos» y «El vaporcito del Puerto», cantados por voces maduras y secas, las que, como instrumentos de época, mejor les quedan a sus frases, a sus ritmos. Cómo evitar también la propia biografía, recordar el día aquel, en el tablao de la Cruz Verde, cuando descubrimos, deslumbrados, el talento de un tal Selu y los suyos, que cantaban al revés el mismo tanguillo de «Las viejas ricas» y acuñaban un tipo inolvidable de borracho con la barra aún pegada al antebrazo... O el gran Alemania vestido tan asombroso de piedra caletera, con su verdín, y un último pasodoble que yo tampoco habría dudado en seleccionar, de «Los cubatas», el de «Yo soy un defensor del medioambiente», que mil veces oído sigue funcionando como la primera vez... y qué repertorio aquél, como el cuplé de la reforma agraria, «yo conozco a una gachí despampanante/que tiene una finca linda sin sembrar/que está manifiestamente inmejorable/quién pudiera echarle una peoná...» Seguro que lo recuerdan. Así podríamos seguir un rato, atropellando recuerdos: «¿Las coplas, las coplas!», como gritaba el postulante, libreto en mano.

Somos memoria. «Material memoria», exactamente. Buena parte de nuestra identidad reside, hasta qué punto, en estas obras sencillas, que nunca quisieron ser más que un divertimento íntimo, familiar, callejero, un cachondeo, en suma, y que nos permiten ahora recorrer nuestra vida personal y colectiva. Incluso, a veces, a nuestro pesar.

Por eso, también, fastidia tanto no poder ir a escucharlas al Falla y verse tratados como revendedores en potencia, o como hackers.

Así es, en fin, el Carnaval.

lgonzalez@lavozdigital.es