Un whisky doble a la salud de Ángel
N o hace muchos días los oídos nos pitaban de tanta felicidad enlatada, televisada, retransmitida: ¿Feliz año nuevo! ¿Feliz 2008! ¿Que todos sus proyectos se hagan realidad! En la calle, en las llamadas telefónicas, en los mensajes del móvil, en los correos electrónicos, se repetían -sinceramente o como quien rellena un formulario- los buenos deseos para el año que acababa de empezar.
Actualizado: Guardar Pues bien, el segundo sábado de enero, el segundo de los fines de semana dichosos de este 2008, cuando el sol que hace por esta parte de Andalucía promete felicidad, es decir, paseo a pie de playa hasta donde los pies aguanten, una llamada a los amigos más íntimos, unas cañas o unos vinos para celebrar nuestra amistad y horas y horas de charla hasta agotar existencias; este segundo sábado soleado de enero, decía, han empezado a incumplir nuestros deseos para este año. Nos dicen por la radio y nos confirman los teletipos y las ediciones digitales de los periódicos que ha muerto Ángel González. Y de repente una nube negra encapota el cielo y el ánimo.
En este país de Raúles y Ronaldinhos y a las puertas de una nueva jornada de liga, algunos se preguntarán a qué equipo perteneció ese señor del que hablan hoy todos los periódicos. No sé si Ángel González jugó mucho al fútbol cuando era niño. Probablemente, en la España vencida de posguerra que le tocó en mala suerte durante su adolescencia era complicado conseguir algo parecido a una pelota. Luego, cuando dejó su Oviedo natal, empezó a jugar en la tercera división del ministerio de obras públicas franquista. Menos mal que siempre estuvieron la poesía y los amigos -entre ellos José Manuel Caballero Bonald- para respirar después de los cochambrosos partidos de la vida. Por fin ascendió a la primera división de la libertad cuando a principios de los años setenta se marchó a EE UU como profesor de literatura española. Desde entonces hasta hoy se ha mantenido en la élite de la vida y de la literatura como uno de los más prestigiosos entrenadores para los más jóvenes.
Son precisamente estos, aunque algunos ya vayan peinando canas, los que más lo van a echar de menos. Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Benjamín Prado y tantos otros aprendieron en un momento crucial de sus vidas poéticas la lección de transparencia, realidad, musicalidad y exigencia poética de Ángel González. Y desde entonces lo adoptaron como padre y referente literario. Pero Ángel González les transmitió además otra de las enseñanzas determinantes de la vida, la de la amistad. Desde ese momento perdió su apellido, se quedó sólo en Ángel y se convirtió en algo complicadísimo, en padre amigo o en un « padre tan hermano », como suscribe en Pronúnciese Gonsáles Joaquín Sabina, uno de sus huérfanos de hoy. Esa amistad que, en definitiva, es la mejor traducción de la felicidad, se ha celebrado en poemas y prosas, libros y revistas, ensayos y artículos, Pero, sobre todo, en las páginas todos los días compartidos.
Quizá las mejores de ellas sean las que ese grupo de poetas amigos -sintagma tan complicado en el mundo de la literatura- escribió durante muchos veranos en Rota. Allí pasearon por la playa, tomaron sus cañas y sus vinos -whisky doble para Ángel-, cantaron a los postres y alargaron la sobremesa o la noche entre canciones de Sabina, Javier Rubial o Miguel Ríos, más copas -otro doble para Ángel-, diferencias futbolísticas quizás entre madridistas -Luis García Montero- y atléticos -Almudena Grandes y Joaquín Sabina-, algún baile que otro y mucha literatura. Toda una celebración de la amistad y de la vida, en definitiva.
Cuando he recibido la noticia de su muerte, me ha asaltado una intensa sensación de orfandad. Me puedo imaginar el vacío que ha dejado en las casas de los amigos de Rota. Aunque los gestos sirvan de poco ya, levantemos nuestras copas -un whisky doble para Ángel, por favor-, brindemos y recitemos en voz alta sus poemas y sus recuerdos para mantener siempre vivo al poeta cercano y al amigo imprescindible.