Cultura

Un mérito infinito

Con las palabras más bellas y en una precisa combinación de significados y emociones, dio voz a los que no tenían voz. Con ellos estuvo desde el principio y nada cambió con los años en su intención y en sus poemas como no fuera la cada vez mayor perfección de sus versos. Se ha dicho de él que era el más humano de los poetas, queriendo significar supongo, que su verdadero don era el profundo conocimiento del alma humana, del alma de los humanos en definitiva, de todos aquellos que sabía él y sabemos todos arrastran su pasado y su dolor por un mundo que tantas veces no les da lugar ni esperanza para dar sentido y colmar de bienestar a los años que se les ha concedido en esta tierra.

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No como un misterioso logro alcanzado al final de su vida, sino como intuición que desemboca en experiencia y conocimiento, sino como objetivo vital que no ha abandonado jamás.

Le conocí en los años sesenta cuando viajaba a menudo a Barcelona, y aparecía en la editorial Seix Barral, donde recibido y amado por los poetas Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo o Gabriel Ferrater, pasaba dos o tres días asistiendo a los eternos debates literarios que surgían a todas horas y en cualquier conversación. Aparecía bien entrada la mañana, sin la más mínima señal de resaca, con los periódicos que había ido a comprar a las Ramblas, una costumbre que él y Juan García Hortelano convirtieron en rito. Escuchaba y sonreía, no sólo con dulzura y cierta benevolencia, sino con una punzante ironía que acababa concretándose en una frase que los demás retomaban para continuar con más pasión aún. En esto consistía entonces el mayor goce de los poetas y de los que los escuchábamos: hablar, debatir, ironizar, recitar, en definitiva, gozar juntos de la literatura y de ese profundo aunque tímido -¿ah los tiempos de la dictadura!- compromiso que todos, aunque tal vez él más que ninguno, convertían en punzante aguijón construido palabra sobre palabra.