Una casa en el cielo
Los familiares de las víctimas revivieron ayer las consecuencias de la tragedia de 1933 y cómo se enfrentaron a la verdad tras años de silencio en los que los sucesos fueron un tema tabú
Actualizado: GuardarCuando Juan Pérez Silva tenía cinco años, un maestro de escuela, flaco y desgarbado, se presentó en su casa y le dijo que quería enseñarlo a leer. El niño pidió permiso a su tía y comenzó a tomar algunas lecciones de gramática. «La verdad es que siempre fui un chaval espabilao, y en poco tiempo me hice con lo fundamental para entender la cartilla», recuerda el hijo de La Libertaria. Ya en Navidad, el profesor le pidió a Juan que escribiera dos cartas a los Reyes: una a Melchor, Gaspar y Baltasar; y otra a «un rey distinto, que vivía en Estoril». «Me animó a que le preguntara a ese extraño por mis padres», recuerda.
Hasta entonces, el huérfano de María Silva y Juan Miguel Pérez Cordón pensaba que «tenían una casa en el cielo», y por eso se afanaba en inventar un hilo telefónico que «subiera tan alto, tan alto, que me dejara algún día hablar con ellos. Me pasaba las noches en vela estudiando la manera de sujetarlo, pero no había forma». Cada vez que Juan preguntaba a su familia adoptiva por qué «ellos estaban tan lejos», alguien desviaba la conversación, le contaba un cuento, o se lo echaba a la espalda.
Pero un día, con Juan ya cerca de la adolescencia, su mentor le explicó, abruptamente, tres cosas: que sus padres estaban muertos; que habían sido asesinados por defender la libertad; y que los reyes magos no existían. «Poco después, aquel hombre desapareció, y nunca volví a verle», afirma el hoy casi octogenario niño de María Silva. «Luego supe que era un viejo anarquista, veterano de los campos de concentración, que quiso que yo conociera, exactamente, de dónde venía».
A Manoli Lago le pusieron así por su tía: otra joven libertaria que salió de la choza de Seisdedos diez segundos después que la madre de Juan. Esta vez los guardias ya estaban alerta y le dispararon a bocajarro. También murió su abuelo, calcinado en el incendio. «De pequeña odiaba el nombre de Manuela. Desde que sé por qué lo llevo, se me llena el corazón de orgullo cada vez que alguien lo dice».
Al igual que al hijo de Pérez Cordones, nadie quiso explicarle qué pasó en Casas Viejas en 1933, hasta que no tuvo cierta edad. «Lo que sí notaba es que para una parte del pueblo, éramos los malos de aquella historia: la gente se cambiaba de acera para no cruzarse conmigo, me negaba el saludo. Con más de 20 años llegó un libro a mis manos sobre la tragedia y comencé a entender por qué». «Mi familia cometió tres delitos -apunta-: ser pobres, ser analfabetos y creer firmemente que podían cambiar las cosas».
Antonio Grimaldi, a punto de entrar en su novena década, tiene una imagen viva y certera de la dramática jornada, que sufrió directamente con 16 años. Pero, al igual que muchos de sus testigos directos, sólo se refiere a ellos con vaguedades. Si alguien insiste, corta en seco: «Mejor no revolverlo; mejor dejarlo pasar...».
A los tres les une, sin embargo, la manifiesta incapacidad de olvidar. «Sólo me lo propuse una vez -reconoce Pérez Silva-, porque el que vive de recuerdos sólo sufre una agonía interminable. Después me di cuenta de que jamás lo lograría».