Opinion

La víctima es Colombia

La liberación de Clara Rojas y Consuelo González por parte de las FARC, tras seis largos y angustiosos años de secuestro, ha provocado una sensación de alivio y alegría tan acusada en las instituciones y la ciudadanía que ésta se ha convertido en un símbolo del mayoritario deseo de paz que alberga la sociedad colombiana. Pero ese comprensible sentimiento colectivo, por el que el regreso a casa de las dos rehenes proyecta un efecto balsámico sobre la desesperanza arraigada en el país, no puede convertirse en una ventajosa coartada ni para la impunidad de la narcoguerrilla, ni mucho menos para alimentar el desistimiento institucional frente a la sistemática vulneración de derechos humanos. El ofrecimiento del presidente Uribe a las FARC para emprender una negociación de paz «fácil, sencilla y de buena fe» resulta tan bienintencionada como difícil de consumar en esos términos no ya por la sangrienta trayectoria de la guerrilla, sino por los notorios obstáculos que han debido superarse para lograr la liberación de dos de las 776 personas que continuaban secuestradas.

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Pero lo que resulta del todo inadmisible es la pretensión de Hugo Chávez de cobrarse el precio de su enredadora mediación proponiendo al Ejecutivo colombiano y a la comunidad internacional que identifiquen a las FARC y a los activistas del ELN no como terroristas, sino como fuerzas insurgentes que defienden «un proyecto político». El desolador relato ofrecido por Consuelo González sobre su cautiverio, en el que convivió con policías y militares que llevan más de un año encadenados, supone una prueba tan cruelmente reveladora del desprecio de sus secuestradores hacia los derechos humanos que convierte en inaceptable complicidad la pretendida diplomacia del líder venezolano. De hecho, la puesta en libertad de las dos rehenes no hace más que agravar el recuerdo de quienes aún están en poder de la guerrilla, de los miles de ciudadanos retenidos por las distintas organizaciones armadas y la delincuencia común -23.000 sólo entre 1996 y 2006- y del sufrimiento de las familias de otros 25.000 desaparecidos. Las espeluznantes cifras de la violencia en el país, así como la ingente tarea que deberá afrontar el Estado para poder resarcir a las víctimas y avanzar en la reconciliación nacional, obligan al conjunto de la comunidad internacional a no deslegitimar la acción de la instituciones colombianas y conducirse con el exigible respeto hacia una tragedia que debe juzgarse según las leyes de la democracia.