EL COMENTARIO

El miedo al empate

Los procesos electorales son siempre enigmáticos porque, afortunadamente, influye en ellos tal cantidad de factores que resulta imposible prever su desenlace. De hecho, aunque las encuestas hayan detectado en el pasado las tendencias con mayor o menor acierto, nunca los sondeos de opinión han anticipado realmente lo que iba a ocurrir.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

En efecto, no sólo en Cataluña se ha producido la desafección, el desapego por la política que preocupa seriamente a la clase dirigente catalana y al sector más consciente de sus elites intelectuales: en todo el país se ha establecido una sensación generalizada de tiempo perdido, de energías derrochadas, de temor a que esta incapacidad que muestran los representantes de la ciudadanía para anteponer el interés general a los más diversos particularismos termine frustrando esta gran aventura convivencial que es nuestro ya dilatado recorrido democrático. Cada vez son más las opiniones espontáneas que manifiestan preocupación por la resurrección de aquellos imaginarios demonios familiares de que hablaba el franquismo (y que le servían de coartada autoritaria), que impedirían a los españoles vivir libremente en paz, sin enzarzarse en pleitos de familia, con frecuencia cainitas y sanguinarios.

Así las cosas, parece conveniente y aun necesario atacar ese 'miedo al empate' que se ha abierto camino y que en realidad es un temor abstracto a la impotencia, al bloqueo, a la incapacidad de salir del atolladero de la pequeña política naufragante y bochornosa que ha durado cuatro interminable años y que, en realidad, ha girado subrepticiamente en torno de la cuestión de la legitimidad: la brutal excepcionalidad del 11-M ha tardado demasiado tiempo en ser digerida. Pero no hay razones para persistir en el pesimismo. Y hay que confiar en las capacidades de nuestra propia sociedad civil, de la que proviene la clase política, para superar el bache. Pase lo que pase el 9-M, resulta inimaginable que el proceso político continúe como hasta ahora centrado en los viejos temas. La discusión sobre la política antiterrorista está clausurada por simple decantación natural. Y la reforma territorial ha de cerrarse inexorablemente con la ayuda -esperemos que valiosa e inteligente- del Tribunal Constitucional, que deberá obrar el prodigio de recrear el espíritu fundacional del régimen sin provocar una tragedia.

Pero, además, la sensación de que todo va a seguir igual es equívoca. Las pulsiones instintivas del cuerpo social en las urnas han sido siempre altamente intuitivas, poco vinculadas a los pronósticos, y su verdadero fundamento sólo se ha visto después, pasado el tiempo, cuando la fórmula adoptada ha adquirido operatividad. En consecuencia, quienes hemos protagonizado el viaje hasta aquí tenemos la obligación, basada en hechos, de la ilusión: también ahora vamos a ser capaces de impulsar la mejor fórmula posible si nos dejamos arrastrar por lo que nos sugiera nuestro reflexivo entendimiento. Y en todo caso, es preciso que, frente a la afluencia de pragmatismo y oportunismo que nos agobia, no falte la introspección serena y reiterativa sobre los grandes principios rectores de nuestro modelo de convivencia. Principios que están en la Constitución y que, en muchos casos, deberemos rescatar de manipulaciones.