IGUAL. El patio Cantalejo, donde ocurrió la detención del insurgente Quijada, mantiene su fisonomía original.
Sociedad

Casas Viejas: geografía de la tragedia 75 años después

Benalup conmemoró ayer los tres cuartos de siglo de los terribles sucesos que marcaron para siempre la Historia de España

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En la imagen de Campúa (fechada el 22 de enero de 1933), Casas Viejas es un puñado de chozas desbaratadas que se levantan detrás de un frontal de chumberas, zarzas y ramaje seco. En una esquina se alza el campanario simple y espigado de la Iglesia del Socorro; detrás, se abre un valle. Si el fotógrafo intentara repetir la panorámica desde el mismo promontorio, 75 años después, las urbanizaciones construidas en los 90 le taparían la línea del horizonte. La alameda del centro del pueblo tampoco está ya escoltada por la casa cuartel de la Guardia Civil, haciendo una ele precisa con la hospedería; ni la espadaña del templo preside todavía la plaza.

La antigua sede de la CNT, en la que se fraguó el levantamiento anarquista, es hoy un bar cerrado. El cuartel, una residencia familiar, con geranios y madreselvas que desbordan las jardineras. La geografía de la tragedia, salvo por alguna referencia intemporal -el perfil de un cerro, el trayecto obstinado de una calle, las palmeras-, resulta prácticamente indistinguible. Pero su huella persiste, despiadada y tenaz, en la memoria colectiva de toda una generación. La respuesta, casi atávica, que da Juan Pérez Silva, el hijo de la Libertaria, a tanto recuerdo mitificado, es así de sencilla: «La sangre habla y el pasado lo llevamos en la piel. Ya podemos escondernos en el fin del mundo. De eso nadie puede escapar».

Historia y leyenda

La crónica del 11 de enero de 1933 es el lamentable relato un despropósito. José González, historiador de Benalup y profundo conocedor de los hechos, cree que buena parte del halo romántico que envuelve lo que no fue más que un terrible desastre parte de la «heróica ingenuidad» de los insurrectos. «Pensaban que el día 8 todos los anarquistas de España se habían levantado contra el Gobierno y la oligarquía para instaurar el comunismo libertario, tal y como sus enlaces de la CNT les habían asegurado que ocurriría». El agente responsable de avisarles de que la intentona se había frustrado abruptamente no cumplió con su misión, y unos 200 campesinos salieron a la calle, a primera hora de la mañana, armados con azadas y escopetas, para sumarse a una revolución que no existía.

Tras un breve intercambio de disparos, dos guardias civiles resultaron heridos. Alertados por el corte de las líneas telefónicas, la guarnición de Medina envió refuerzos. «Ahí comenzó la doble masacre -explica el hispanista Gerard Brey-. Es cierto que había una orden explícita de sofocar la rebelión e incluso de arrasar las chozas en las que se refugiaran los anarquistas. Tenemos constancia de un telegrama que así lo certifica. Pero siempre nos quedará la duda de si la razzia posterior, el fusilamiento indiscriminado, fue iniciativa de Rojas o simplemente cumplía lo que había decidido algún superior».

La tapia desde la que disparaban los jóvenes es, tres cuartos de siglo después, una hilera de bancos de hierro forjado y azulejos. La principal azotea en la que se apostaron cambió radicalmente su fisionomía décadas más tarde, cuando sobre el solar se construyó la Casa Nueva de los Espina -una de las pocas familias pudientes del pueblo-. En la actualidad, completamente remodelada, pertenece a los herederos del que fuera veterinario de la comarca, José Romero Bohollo.

Seisdedos y La libertaria

Linde arriba, subiendo la empinada calle Nueva, había un mirador de piedra, cubierto de retamas y espinos, donde las fuerzas de asalto plantaron una ametralladora. Desde esa estratégica posición, los guardias tenían vista general del barrio Tortuosa, de las casas humildes, morunas, y las calles mal empedradas con guijarros. Allí estaba la choza de Seisdedos, rodeada por el esqueleto ruinoso de un corral: un muro precario, comido de musgo y ortigas, que tocaba, a su vez, con un patinillo vecino en el que se después se apilarían una cama de hierro, hoces rotas y aperos de labranza.

Dentro, el refugio definitivo de los últimos insurgentes, no medía más de dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho. Francisco Guerra, quizá el primer cronista que se aventuró en la estancia, recordaría para siempre la visión terrible, en los bajos de las paredes, de huellas dactilares tintadas de sangre.

«Seisdedos era un carbonero enfermo, que ni siquiera participó activamente en el levantamiento -apunta Brey-; pero la propaganda anarquista y la imaginación de Ramón J. Sénder, lo convirtieron en un mártir necesario para la causa».

Sus hijos y yernos sí habían tomado las armas. Cuando a las dos de la tarde los guardias civiles de Alcalá entraron por la calle principal haciendo fuego indiscriminadamente, corrieron a refugiarse en la choza.

En la única habitación trasera de la vivienda se escondía María Silva, la joven de 18 años que pasaría a formar parte de la hagiografía pagana de la CNT con el sobrenombre de La Libertaria.

«Tenía todos los ingredientes para convertirse en leyenda -explica el historiador Diego Caro-: hija de anarquista, superviviente, luchadora, que se casó con un intelectual y murió fusilada». «Es la heroína perfecta», completa Brey.

El capitán, harto de la resistencia obcecada de los Seisdedos, ordenó incendiar la choza. María y su primo Manuel García Franco salieron de improviso y los guardias, despistados, no acertaron a cazarlos. Detrás, Manuela Lago y Francisco García Franco intentaron repetir la hazaña, pero fueron acribillados en la misma puerta. Rojas, enfurecido, gritó entonces a sus números que «detengan a cualquier sospechoso y le peguen dos tiros en la barriga».

La polémica Utopía

Sobre la pertinencia o no de construir un hotel sobre el solar de la choza en la que se consumó el drama, se ha escrito mucho. Lo cierto es que, en la efeméride exacta de sus 75 años, la polémica Fonda Utopía permanecía cerrada por vacaciones. Y en lugar en el que se calcinaron los huesos de las víctimas, hoy crecen margaritas y jaramagos, a la espera de que empiecen las obras de futura sede de la Fundación.

Amanecía el día 12 de enero de 1933 cuando empezaron los fusilamientos. A las 6 y media de la mañana se oyó el sonido recio y oscuro del primer disparo. La luz cruda del invierno empezaba a marcar los perfiles de las vaguadas y los peñascos. Las torcaces levantaron el vuelo hacia la Sierra, y los campesinos se miraron en sus casas fijamente, sin hablar. El pueblo entero se llenó del turbio olor de la pólvora. Y también de aquel miedo, preciso, inapelable, que reverberará, para siempre, en el coto desolado de la Historia. dperez@lavozdigital.es