De olores y recuerdos
No me cabe duda de que el olfato es, de los cinco -o seis- sentidos que poseemos, el más intenso. La memoria olfativa es, desde luego, la más persistente. Años después de haber percibido por una sola vez un perfume, nuestro cerebro volverá a reconocerlo sin vacilar. Cuando nuestras manos hayan olvidado el tacto de una piel, cuando apenas recordemos el perfil de aquel rostro que tanto amamos y el sabor de los besos más dulces se pierda entre la bruma del olvido, incluso entonces, un aroma -supongamos a rosa, a guindas o a vainilla- tendrá la facultad de reagrupar las imágenes y de recobrar de entre las sombras infamantes la memoria de un encuentro.
Actualizado: GuardarComo las personas, también las casas tienen olor propio. Si traemos un objeto cualquiera de una casa ajena, su olor lo aislará del resto de nuestras posesiones, señalando su extranjería durante meses, o años. Sucede con los libros, con los cuadros, con los muebles, pero son las ropas los objetos más reticentes a cambiar de olor; traen puesta la esencia de manzanas, de canela o de pino de sus armarios y de nada valen los sucesivos lavados. Pacientemente, hay que esperar a que adopten, a la larga y por propia voluntad, sus nuevas identidades odoríferas. Alguna vez me he asombrado al reconocer el perfume, muy sutil, muy leve, pero inconfundible, de la casa de mi abuela Ángeles en unas sábanas que llevaban en mi casa varios años. O, en un pañuelo traído hace décadas de Arles, el aroma frutal de la casa de mis amigos Joachim y Claudine. O en una camisa el rastro de café y de menta de una casa perdida. Como una seña imborrable, como una triunfante bandera. Poderosos olores, dominantes, certeros. A veces, tan crueles.