Guerras de religión
La estructura jerárquica de la Iglesia católica española no se conforma con disfrutar del generoso ámbito de libertades que queda enmarcado por nuestra Constitución: quiere que ese marco se reduzca precisamente a las dimensiones de su dogma. En esto consiste el viejo contencioso, que a todas luces no ha quedado resuelto con la maduración democrática de este país.
Actualizado: GuardarEra de esperar que al término de una tensa y crispada legislatura en que el Gobierno ha dado pasos decisivos para abrir nuevos espacios de libertad y la Conferencia Episcopal ha mantenido una cadena de radio radicalmente opuesta a la mayoría política se produciría una abierta confrontación, a la más vieja usanza, entre el ala dura del clero católico y la principal formación de la izquierda. La manifestación a favor de la familia, organizada por los cardenales Rouco y García Gasco, fue ocasión para encender la mecha, que no ha logrado apagar con su meliflua intervención Blázquez, el moderado presidente de la Conferencia Episcopal. Por añadidura, ésta se renovará también en marzo, poco después de las elecciones generales, lo que añade oxígeno a la llama de esta confrontación ya que la organización obispal está manifiestamente dividida.
Las tesis esgrimidas por el ala dura del episcopado son básicamente, dos: una, la posibilidad de que contraigan matrimonio civil parejas del mismo sexo destruye la institución matrimonial clásica; dos, los avances de la legislación civil hacia el laicismo, es decir, hacia la plena neutralidad religiosa, son un retroceso democrático.
No es cosa de perder ni un segundo desmontando estas viejas tesis que provienen más de Trento que de las bases clásicas de la democracia moderna surgidas de la Revolución Francesa. El matrimonio que puede y debe interesar a la jerarquía católica es el sacramental, no el contrato civil, y sobre aquél nada tiene que decir ni que opinar evidentemente ninguna institución del Estado. Igualmente, lo que puede y debe resultar dramático para la Iglesia es que muchos de sus fieles rompan el matrimonio religioso indisoluble, no que la legislación civil no ponga impedimentos a la ruptura del contrato matrimonial. Y, por supuesto, la verdadera democracia no es la basada en una concepción moral unidimensional del mundo sino aquella que, laicismo mediante, permite a las diferentes creencias y confesiones su plena autorrealización, dentro de los límites que la propia soberanía popular establece.
Dicho esto, sólo queda asombrarse por la pertinacia de un clericalismo rancio y viejo, claramente entroncado todavía con las visiones preconciliares que confraternizaron con el franquismo. Y plantear con toda claridad la reforma constitucional para establecer inequívocos criterios laicistas que, a buen seguro, obligarían a revisar un Concordato que, de cualquier modo, plantea serias dudas sobre su constitucionalidad. Gregorio Peces-Barba, un moderado socialista católico que fue uno de los padres de la Carta Magna, ha revelado ahora las vacilaciones que le embargaron a él mismo y a otros ponentes constitucionales a la hora de mencionar el trato preferente a la religión católica en el texto de la ley fundamental. Y ha manifestado, lleno de indignación por lo que está ocurriendo, su opinión favorable a una reforma constitucional que establezca con meridiana claridad lo que al parece aún no ha asumido una parte de la curia: que la cooperación interinstitucional entre la Iglesia y el Estado, que puede llegar a ser muy fecunda y que es deseable en innumerables ámbitos, no ha de suponer en ningún caso la subordinación de la ley civil a los opinables preceptos de confesión alguna. La independencia plena de ambas instancias con relación a la otra es la principal garantía de la libertad personal frente a creencias y dogmas que sólo conciernen al ámbito personal y privado de los individuos.
El proselitismo religioso está en la médula de las creencias de esta índole: es lógico que quien se siente en posesión de la verdad revelada se crea en la obligación de propagarla. Pero el creyente, si es demócrata, también está obligado a dudar de sí mismo y a considerar la hipótesis de que el otro pueda tener razón y estar por tanto en la verdad. Si no se cree tal cosa, si se está tan seguro de las convicciones propias que se niega sistemáticamente al otro la posibilidad de hallarse en lo cierto, se estará al borde de predicar la guerra de religión.