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Monarquía funcional

La sociedad española que despertó al compromiso político después del letargo de casi cuarenta años de dictadura no era ni monárquica ni republicana. El tiempo fue un factor determinante. Pero a él se unió, para incrementar la indiferencia, lo poco que quedaba del triste recuerdo del final con que ambos modos de gobierno terminaron: el primero -el monárquico- con una especie de derrocamiento incruento tras la desafección popular demostrada en unas elecciones municipales y el otro -el republicano- con un golpe de Estado militar transformado, por voluntad, error de cálculo o fatalidad, en guerra civil.

JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA
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Los partidos políticos se hicieron muy pronto cargo de este estado de ánimo de la población y se apresuraron a gestionarlo. Como dijera Santiago Carrillo, abortando de raíz cualquier movimiento en contra de las bases de su partido, la disyuntiva no era monarquía o república, sino dictadura o democracia. La forma de gobierno pasó así a segundo plano, cediendo el protagonismo al breve, pero intenso, debate sobre reforma o ruptura. La aceptación final de aquella primera, más forzada que querida por las fuerzas de la izquierda, no fue, sin embargo, indiferente respecto del régimen de gobierno. De hecho, la monarquía venía incluida en el lote -y en un lugar, además, muy destacado- que la opción reformista proponía. El nombramiento que Franco hiciera, una década antes de morir, de don Juan Carlos como «sucesor a título de Rey» formaba parte del legado que la democracia tenía que asumir de la dictadura, si quería llegar a consolidarse.

Los movimientos o, por mejor decir, las movidas que han cuestionado la legitimidad de la monarquía en este último año se han aprovechado de este su pedigrí dudosamente democrático para justificarse. Olvidan, sin embargo, que la definitiva constitucionalización de la monarquía en el referéndum del 6 de diciembre de 1978 arrumba sus argumentos. El rey que surge del artículo 1.3 de la Constitución, y cuyas funciones se especifican en el título segundo del mismo texto, nada tiene que ver con el «sucesor» con que Franco quiso dar continuidad a su dictadura. «Acaban de legalizarme», dijo el mismo don Juan Carlos cuando la Comisión Constitucional aprobó el mencionado título, y pocas veces sus palabras fueron tan acertadas. Hasta el punto de que no estaría de más que se fijara esa fecha, y no, como hasta ahora se ha hecho, la del 22 de noviembre de 1975, como la de la (re)instauración de la monarquía en España.

La cuestión de la legitimidad democrática no agota, sin embargo, el debate sobre la monarquía. De hecho, fue el comportamiento personal del propio don Juan Carlos, propiciando, primero, el sometimiento de todas sus funciones a la Constitución y defendiendo, luego, ésta, ya como rey constitucional, del golpe del 23 de febrero de 1981, lo que de verdad legitimó la monarquía a los ojos de los ciudadanos, más allá de lo que pudiera haberlo hecho la aprobación formal de un texto normativo, por muy alto que fuera su rango. De este modo, el debate sobre monarquía o república abandona el ámbito dogmático de la legitimidad para plantearse en el más pragmático de la conveniencia o la funcionalidad, del que, por otra parte, nunca debería haber salido.

Al fin y al cabo, donde la Monarquía va a jugarse su continuidad, en éste como en otros países europeos, no es en su carácter más o menos democrático -nadie duda de que, aunque sucesoria y no electiva, las monarquías parlamentarias no contravienen los criterios mínimos exigibles para la democraticidad de un sistema-, sino en su utilidad en orden al buen funcionamiento de la cosa pública. La utilidad percibida por la opinión pública, la funcionalidad, ha sido, a lo largo de la historia, uno de los puntales más importantes para el sostenimiento de los regímenes monárquicos.

En este sentido, a diferencia de los regímenes republicanos, cuya presidencia está sometida al enjuiciamiento por parte de la voluntad popular a través de periódicos procesos electorales, el monárquico, para compensar precisamente el privilegio que supone la sucesión hereditaria, echa sobre los hombros de la persona que lo encarna la sobrecarga de exhibir un comportamiento tal que sea capaz ganarse, día a día, el respeto y el apoyo de la población. Es el tributo extra que un monarca ha de pagar a la democracia por no poder ser removido de su cargo sino por la vía de la abdicación o del derrocamiento.

Este extra de responsabilidad personal es aún más exigible en un país como España que, pese a la adhesión que despierta entre su población la actual figura del Rey, sigue sin desarrollar un sentimiento monárquico y siempre se ha sentido tentado por una cierta iconoclasia. La responsabilidad no se refiere, además, sólo al riguroso sometimiento a la Constitución. Incluye también -y, desde el punto de vista de la opinión pública, sobre todo- una conducta personal que no desdiga en demasía de lo que la ciudadanía considera apropiado.