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Editorial

Inquietud en el bolsillo

El El dato anticipado de la inflación a lo largo de 2007 -un 4,3%, el más elevado de los últimos doce años-, el incremento del paro en un 5,2% en el mismo período y los recientes informes sobre la pérdida de confianza de los ciudadanos confirman la existencia de una razonable preocupación sobre la óptima evolución de la economía española. Una inquietud que el Gobierno ya no debería intentar sortear escudándose en los logros de su gestión esta legislatura, ni relativizando los riesgos que comporta la desaceleración del sector inmobiliario como motor esencial de nuestro modelo de progreso, ni tampoco atribuyendo en exclusiva a factores "exógenos" la escalada en los precios de los últimos meses. Es cierto que las previsiones de crecimiento para 2008, aunque recortadas, evidencian la fortaleza de la economía española; como lo es en distinto grado que elementos como la estacionalidad y la especulación pueden repercutir, respectivamente, en el repunte de la inflación y del desempleo. Pero también empieza a resultar palpable que la incertidumbre derivada de una crisis financiera aún irresuelta, las dificultades de sectores como el industrial para absorber en estos momentos la mano de obra que se destruye en la construcción y la reducción del poder adquisitivo han hecho cundir un sentimiento de desánimo entre aquellos ciudadanos más entrampados para llegar a final de mes.

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Así, la disonancia que percibe parte de los consumidores entre las todavía optimistas perspectivas de crecimiento y las crecientes limitaciones en su capacidad de gasto está intensificando la desconfianza, lo que puede acabar acelerando más abruptamente de lo previsto el final de la larga etapa de bonanza.

La censurable resistencia a admitir las carencias y los riesgos que ha empezado a exhibir nuestra economía justo en los meses previos a las elecciones ha acabado por dañar la credibilidad de la respuesta del Gobierno, que viene adoleciendo de falta de iniciativa para hacer valer su mensaje antiinflacionista y su apuesta por un reajuste económico sosegado y a salvo de las amenazas de recesión. Pese a que la fuerte subida de los precios pueda atribuirse, en parte, a circunstancias más difíciles de controlar como el encarecimiento del barril de petróleo o las maniobras especulativas, el Ejecutivo debería haber movilizado con mayor celeridad los mecanismos de que dispone para propiciar un aumento de la oferta y tratar de mantener el dinamismo del consumo.

Pero aún más incomprensible resulta que haya autorizado un incremento concentrado de los precios regulados de la luz, el gas, el teléfono o el transporte a principios de año, penalizando con ello a las familias, minando aún más su margen de confianza y evidenciando una reprobable descoordinación en el seno del propio Gabinete.