EL COMENTARIO

Un país en marcha

Contra todo pronóstico, y cuando parecía que este país, cumplido el cuarto de siglo de su desarrollo democrático, había adquirido ya la consistencia de las grandes democracias de nuestro alrededor, se han reabierto en esta legislatura (con razón o sin ella) serias dudas sobre el estado de conservación de los grandes cimientos constitucionales. De hecho, y aunque el discurso principal haya versado permanentemente sobre algunos elementos clave del devenir político, y muy especialmente sobre la reforma territorial y el llamado «proceso de paz», la disputa de fondo, la que ha comenzado a alarmar a los ciudadanos y a desatentar las fibras más íntimas de la convivencia, ha sido la relativa a la propia solidez del Estado español, o, si se prefiere, a si el Gobierno de turno -a la sazón socialista- ha sido o no capaz de mantener la cohesión territorial, la trabazón social, el sentimiento de pertenencia y unidad que está en la base de la existencia de España como nación (la polémica sobre este término es subsidiaria de la cuestión anterior). En realidad, la política desarrollada durante el cuatrienio que acaba de concluir ha sido toda ella la expresión de un inquietante dilema, establecido entre la tesis de que España se rompe y la de que, por el contrario, permanece sólidamente intacta.

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En paralelo con este discurso dual, quienes crean opinión en este país -básicamente, los periodistas y los intelectuales- han mantenido a lo largo de la legislatura una controversia semejante: junto a un discurso progresista que ha tendido invariablemente a objetivar -¿minimizar?- los riesgos, a enfatizar el engrudo cohesivo más que las tensiones centrífugas, a destacar la densidad y consistencia del tejido estatal frente a las pretensiones confederales, a dar por hecho que la Constitución vigente es capaz de acoger modelos avanzados de descentralización como el consagrado por el nuevo Estatuto de Cataluña, ha surgido otro discurso pesimista según el cual estaríamos abocándonos a un proceso irremediable de fractura y secesión territoriales, respondiendo con escasa energía a las pulsiones disgregadoras, manteniendo una actitud no suficientemente firme frente a ETA y su mundo, constatando fracasos tan preocupantes como el de José Jon Imaz en Euskadi sin percibir la gravedad de lo ocurrido, asistiendo a una fractura moral en la sociedad sin percatarnos de la enemistad que está germinando en el cuerpo social, etc., etc.

En general, ambas actitudes han permanecido estos cuatro años compartimentadas en sus respectivos nichos. El Partido Popular y sus órganos mediáticos han abundado en el catastrofismo, en los presagios grises, en los diagnósticos pesimistas, en tanto el Partido Socialista gobernante y su acompañamiento periodístico han respirado con sistemático optimismo. No deja de ser sintomático que uno de los dos errores reconocidos por el presidente del Gobierno haya sido el de asegurar la víspera del atentado de la T-4, del que acaba de cumplirse un año, que la situación del terrorismo en España mejoraría con seguridad doce meses después. Cuando se producen estas confusiones de forma sistemática, no es difícil llegar a la conclusión de que la verdad estará probablemente en un punto intermedio de equilibrio, que ha sido difícil de detectar y de obtener por el ruido gravitatorio de los partidos en sus respectivos universos a todo lo largo de la legislatura. Existe, en fin, un riesgo cierto de ruptura nacional que no puede ni debe desdeñarse aunque muy probablemente no sea tan elevado como afirman algunos precursores de todos los desastres. Y aunque el «proceso de paz» ha sido un experimento legítimo de la mayoría política que ha gobernado en esta legislatura, no debemos cometer la candidez de confiar de nuevo en las inclinaciones hacia la paz de unos criminales abyectos y fanatizados que manejan un vocabulario político incompatible con el nuestro.

No hay razones objetivas para esperar que esta reflexión preelectoral que conduce a las urnas el 9-M pueda servir para excitar la búsqueda de este equilibrio analítico que tan necesario resulta para gestionar adecuadamente este país. Pero conviene traer este asunto a la actualidad porque no nos podemos permitir otra legislatura como la que está a punto de consumirse, y es bueno que tanto electores como elegibles tomen cuanto antes buena nota de ello.