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Editorial

Kenia ensangrentada

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a violencia interétnica desatada en Kenia tras las elecciones presidenciales del pasado jueves, de las que oficialmente salió vencedor el actual titular Mwai Kibaki, un resultado que la oposición de Raila Odinga consideró fruto de la manipulación, ha puesto en peligro la convivencia en una de las democracias más estables de África y, con ello, introduce un factor de inquietud general en dicho continente. Que la disputa por la fiabilidad del recuento electoral desate pasiones sustentadas en el origen étnico de los contrincantes apunta directamente a la responsabilidad de los partidos en liza por haber fomentado la irracionalidad sin prevenir sus consecuencias. El hecho de que hayan podido ser doscientas cincuenta las personas asesinadas en los enfrentamientos y la quema intencionada de una iglesia atestada de mujeres y niños que se guarecieron allí huyendo de la violencia evocan los peores episodios de las matanzas étnicas de 1994 en Ruanda. El desencuentro político entre Kibaki y Odinga obliga al primero a avalar la credibilidad del escrutinio del jueves. Una necesidad apuntada expresamente por la delegación de observadores de la UE que siguió el desarrollo del proceso electoral. Pero también obliga al segundo a atemperar su contestación al resultado oficial, dado que hubiera o no fraude las consecuencias de su denuncia no han podido ser más desastrosas. En este sentido, la iniciativa del premier Brown llamando a la intervención de la Unión Africana y de la Commonwealth para lograr la «reconciliación» en Kenia puede resultar tan necesaria como insuficiente si no va acompañada de una actuación concertada por parte de la comunidad internacional para impedir, en primer lugar, que prosigan los actos de violencia y recuperar, en segundo lugar, una normalidad constitucional que ha de basarse en la legitimación de las instituciones elegidas, empezando por la Presidencia.