EL RAYO VERDE

Cádiz y el comercio

Comprar es uno de los gestos más personales y delicados, aunque a veces se convierta en frívolo, caprichoso o absoluto. Comprar define, aparte de ser el acto central sobre el que está construida la civilización. Comprando se vota, o se protesta incluso, en teoría, porque en la práctica pocos de los que simpatizan con el «No logo» de Naomi Klein se resisten luego a la presión de la marca.

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Al sacarse los euros del bolsillo se hace una declaración de principios. Por eso a mí me gusta predicar acerca de la necesidad de darle mi dinero a los co-merciantes que se buscan la vida en mi ciudad, en mi barrio o en mi calle, a los que me cruzo o conozco desde la infancia, en vez de a corporaciones lejanas y sin cara. Me lo propongo cada año: qué bien, estos días, «bajar» a Cádiz, como aún seguimos diciendo algunos beduinos, enfilar la ruta Corneta Soto Guerrero-Columela-Palillero-Novena-Ancha-Mina... empezar por el escaparate de Maype y terminar por el no menos apetitoso de Juan/Manuel de Falla... tomar un cafelito en alguna parte, que aún no me recupero de la pérdida de Las Camelias de mi niñez, recalar por las gafas de Iglesias, los juguetes de Soriano, el pan en el Horno de Compañía, otra nostalgia reciente, e ir dejando «tarjetazos» en los mostradores de los que todo el año se baten el cobre en la ciudad.

Me lo propongo, insisto, como una declaración de principios. Pero he de capitular, como decía Groucho Marx, «estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros», y rendirme a la gran superficie o al mall tipo americano. Son razones muy variadas, la falta de tiempo, la incomodidad y la «estocada» del aparcamiento, pero también algunas de difícil definición, que van relacionadas con la moda, ese look de teleserie americana que nos ha im-pregnado sin darnos cuenta, o con esa habilidad especial que tienen los grandes centros de consumo para convertirse en una suerte de paradigma de la felicidad, que replica la vida, o la ciudad, y utiliza tácticas de manipulación sutiles para hacernos ver lo que ellos quieren que veamos.

El caso es que el comercio de Cádiz, la ciudad que fundaron los fenicios y habitaron los negociantes que en el mundo han sido -norteuropeos, mediterráneos, americanos- languidece y los muchos esfuerzos que hacen sus dirigentes gremiales, que no han parado de inventar tácticas -desde la pista de patinaje hasta servicios múltiples, premios, tíckets de aparcamiento...- no terminan de triunfar, como tampoco los planes de incentivación o las campañas municipales de adornos y propaganda.

Cádiz necesita recuperar su lugar como centro neurálgico de la Bahía, y hacerlo como lugar de compras es esencial, no sólo en Navidad, sobre todo ahora que la descentralización, administración electrónica, la e-banca y otros adelantos evitan tener que acudir a muchas gestiones y restan visitantes a diario. Para conseguirlo debe ser atractiva, reinventarse, disfrazarse, revestirse, con imaginación, con estilo, con glamour, por qué no, de todas esas connotaciones subliminales que nos hacen elegir un producto y no otro. Un lifting profundo que no imite al mall, sino que ahonde en las características propias del centro histórico, en la conservación de las señas de identidad:

Reformas con respeto, modernización con vocación de estilo, cuidado del detalle, del diseño, del entorno, del producto singular... y facilidades para acceder, y para pagar, y gente simpática y género actual... y recuperar el gusto por el tiempo lento, por los dulces días de pequeños placeres, por las horas perdidas. Que de eso sí que no hay.

lgonzalez@lavozdigital.es