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Por más que aún esté dolorosamente arraigado en parte de la sociedad, la mayoría de nosotros sabe que el machismo es una injusta, cruel y detestable lacra que debería ser eliminada para siempre de nuestro modo de vida. Sin embargo, el feminismo, entendido este como imagen especular del machismo garrulo, como copia barata de un original barato, más que despertar pasiones en contra, provoca una triste y despectiva sonrisa al darnos cuenta de lo idiotas que pueden llegar a ser las mujeres; de ellos ya estábamos escamados, pero muchos confiábamos en ellas como la gran esperanza de la humanidad.

La última gilipollez feminista está protagonizada por un colectivo de jóvenes suecas que reclaman su derecho a bañarse en las piscinas sin la parte de arriba del traje de baño. El movimiento se llama «Bara Brost» o, libremente traducido al español, domingas al aire. Y como no estaría bien que ustedes creyeran que están leyendo a un puritano de moral victoriana, conviene aclarar que nada me gustaría más que ver cómo el plan de las escandinavas tiene éxito y se propaga por Europa y el mundo, permitiendo a todos los machotes, altos y bajos, guapos y feos, fértiles e infértiles, alegrarse la vista a la vez que hacen deporte. Es más, por mí, como si se quitan también lo de abajo. Porque lo criticable, lo despreciable, lo absurdo, no es lo que demandan, sino por qué lo demandan: su objetivo es que los pechos femeninos «sean tan normales y estén tan desprovistos de connotaciones sexuales como los de los hombres. Después de todo, sólo son pechos». En otras palabras, lo que estas chicas pretenden es que a la persona (en este caso al hombre) se le diga por ley qué es lo que puede y qué es lo que no puede excitarle; una vez más, el legislador contra la biología, la feminista contra la feminidad, el ser humano enfrentado a la madre naturaleza.

Podían haber dicho «si los hombres van con sus planos y peludos pechos al aire, nadie debe impedir que nosotras exhibamos orgullosas nuestros suaves y turgentes dones» y, efectivamente, nadie podría impedirlo si un número suficiente de ellas defendiera con firmeza su decisión (en la cual serían, además, fervorosamente apoyadas por el sector masculino). Pero no; tuvieron que elegir enfrentarse al sentido común, a la realidad ir contra natura. El problema es que parecen no entender, o a lo mejor lo entienden demasiado bien, que sólo castrando a los hombres conseguirían que sus pechos dejasen de ser sexualmente atractivos. Aunque, pensándolo mejor, y dado que su deseo es no despertar el deseo, quizá lo más consecuente sería que imitaran al legendario pueblo guerrero de las amazonas. Pero esta vez sin medias tintas.