Opinion

¿Por qué ocho años?

Nuestro régimen político, diseñado en 1978 por un grupo de relevantes constitucionalistas que conocían a la perfección el Derecho comparado, es una versión avanzada y moderna del parlamentarismo clásico, que, con sus peculiaridades, se ha demostrado altamente funcional, por más que hoy sean precisas algunas actualizaciones, que no revisiones conceptuales, del modelo.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Pese a la consistencia de la arquitectura constitucional, que es lógicamente ajena a los conflictos políticos que puedan plantarse y que de momento ha servido para irlos resolviendo atinadamente, aparecen de tanto en cuanto ocurrencias que tratan de mejorar la norma, yendo más allá de lo que fueron los constituyentes. Dos son los asuntos en que este celo irresponsable es más frecuente: el designio de reducir el poder exorbitante de los nacionalismos en las urnas, obtenido supuestamente gracias a no se sabe bien qué ventajas de la normativa electoral, y la introducción de un límite de dos mandatos completos a los presidentes del Gobierno.

Es bien conocido que, en virtud de la ley de d'Hondt, las minorías tienen matemáticamente mayores dificultades que las mayorías para conseguir representación, por lo que la primera idea es descartable de entrada. Y en lo tocante a la segunda propuesta, la limitación de mandatos, el solo enunciado de la iniciativa ya demuestra una confusión conceptual entre modelos distintos con lógicas internas diferentes.

Efectivamente, la limitación de mandatos tiene sentido en los regímenes presidencialistas, como el norteamericano o el francés, en que el jefe del Estado, elegido directamente por un plazo determinado, es asimismo el titular del poder ejecutivo, que desempeña bajo el correspondiente control parlamentario pero con gran autonomía. En estos casos, la preservación de los equilibrios internos del sistema y la evitación del riesgo de que el modelo se deslice hacia una autocracia de base plebiscitaria recomienda la mencionada limitación. La sola observación del caso venezolano explica qué profundos argumentos de profilaxis democrática hacen razonable que ningún líder pueda perpetuarse por procedimientos de democracia directa.

En los regímenes parlamentarios como el español, el titular del poder ejecutivo no es, como todo el mundo sabe, elegido directamente por el cuerpo electoral, sino mediante una elección de segundo grado por los diputados, que sí han sido elegidos mediante una elección de primer grado. Estamos, pues, en presencia de una democracia semidirecta, que es sin duda la más depurada y fiable: frente al arcaico asamblearismo en que los miembros de la colectividad adoptaban las decisiones inorgánicamente y a mano alzada, la democracia parlamentaria encomienda las decisiones a representantes populares, los diputados y senadores, que no sólo poseen una especialización profesional que ofrece ciertas garantías sino que lo hacen mediante procedimientos que permiten depurar y revisar las decisiones. Así, en los modelos bicamerales como el español, las leyes aprobadas en primera instancia por el Congreso pasan al Senado, que las digiere y enmienda, antes de que regresen a la cámara baja, que tiene la última palabra.

Así las cosas, carece de sentido que se pretenda imponer al Parlamento algún límite externo, alguna incompatibilidad arbitraria, a la hora de elegir a un presidente del Gobierno, que por lógica del sistema de partidos será en general el líder de la formación más votada, o en todo caso del grupo político que más apoyos haya conseguido. Esta designación es fácilmente revocable mediante una moción de censura, que está tasada constitucionalmente y que permite al Parlamento relevar en cualquier momento al presidente del Gobierno por otro con suficientes apoyos.