AL AIRE LIBRE

Memoria navideña de olores

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

l pino verde y fresco que venía de una finca de Cartuja por gentileza de Doña Carmen García del Salto inundaba el salón de aquella casa de la Barriada de Pío XII. Pero competía reñidamente con los aromas de aquel armario en el que aguardaban su hora solemne de apertura las botellas de Ponche de la Bodega, apretadas solidariamente con otros caldos generosos de la tierra, custodiadas por la cristalería de catavinos. Las cajas del Belén no andaban a la zaga, esparciendo su olor a cartón envejecido por tantas clausuras y tan poca luz, albergando viejas virutas protectoras de figuras antiguas con el sello de la fábrica y el precio de compra aun intacto en la parte posterior de la base. Las figuras del Nacimiento tenían su aroma peculiar, de noble artesanía venida de otras regiones. Y el siempre nombrado como espumillón, apretujado todo un año en la vieja caja de vino alargada, olía a papel antiguo. Al fondo de la casa, el cuarto de plancha con su vieja cómoda de madera colonial, antigua y clara, con un aroma inconfundible y decimonónico entrelazado con las viandas propias de la festividad, pestiños y mantecados. Éstos, habían hecho su entrada triunfal por la puerta principal antes de la Lotería cantada por los niños de San Ildefonso, de manos del Tío Fernando, quien, investido de proveedor de la casa, regalaba la caja por Navidad, una caja que, como mandaban los cánones nunca escritos y siempre observados, era de madera y había que abrirla levantando su tapa con palanca, tomando sumo cuidado por las astillas. Al levantarla, un espectáculo multicolor se abría a los ojos, improvisado collage de polvorones, roscos de vino y peladillas bañadas del duro blancor azucarado que se quebraba en nuestros dientes. Fuera, las tardes cortas y mágicas del invierno de la niñez olían a frío y a vacaciones. Como olía la tierra de los viejos abetos de la Plaza al abrirla para guardarla en una bolsa y subirla para el Belén. Olían las noches a paz reconquistada, mientras lejos y cerca los hombres continuaban muriendo y sufriendo. Y el almacén de la memoria iba anotando escrupulosamente en sus balances la cuenta de olores y sabores, siempre más el haber que el debe, sin que ninguno se escapase. Y si el resto del año tropezábamos sin querer con algún objeto navideño, la memoria nos daba siempre la identificación exacta. Era sólo cuestión de esperar.