Ley anti-cachete
Este es el nombre con el que popularmente se ha «bautizado» al Proyecto de Ley de Adopción Internacional, que fue aprobado el pasado 20 de diciembre por el Congreso de los Diputados. El motivo de tal apodo no es otro que la inclusión de un precepto en dicha normativa que pone fin a la posibilidad de que los padres puedan reprender a sus hijos por medio del ancestral azote. Se preguntarán ustedes, ¿qué tiene que ver la Ley de Adopción Internacional con el cachete?, absolutamente nada, pero el legislador aprovechó la coyuntura justificándose en el hecho de que tanto la adopción como la supresión del cachete suponen una protección al menor. Un claro ejemplo en el que se podría hacer valer aquello de «aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid ».
Actualizado: GuardarEs concretamente la Disposición Final Primera de la Ley de Adopción Internacional la que modifica el artículo 154 del Código Civil, eliminando su último párrafo, que autoriza a los padres para «corregir razonable y moderadamente a los hijos». Además, obliga a ejercer la patria potestad con respeto a la integridad física y psicológica de los hijos. Se pone fin, con ello, a la posibilidad de que los padres puedan ampararse en esta norma para propinar un sopapo a sus hijos en aquellos supuestos en que el hijo se resista a obedecer «por las buenas».
La modificación del artículo 154 el Código Civil trae su causa en el requerimiento de numerosas instituciones de protección de la infancia, entre ellas el Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas, que entendía que la ambigüedad del citado artículo daba cobijo al castigo físico de los hijos, contrariando así el artículo 19 de la Convención sobre los Derechos del Niño, de 20 de noviembre de 1989.
Desde luego, existen muy pocos argumentos para defender la idoneidad del castigo físico como sistema para reprender un comportamiento inadecuado de un hijo. Lo ideal es corregir tal comportamiento apelando a la razón, explicando al hijo las consecuencias nocivas del mismo. El problema se plantea cuando la razón del hijo al que se educa no alcanza a comprender lo pernicioso de su conducta. ¿Cómo explicar a un hijo de 3 años que si mete los dedos en el enchufe se producirá una descarga eléctrica que le puede costar la vida o que si juega con la jeringuilla que hay tirada en el parque puede contraer una enfermedad que ni uno mismo sabe en qué consiste? Es justo en este punto donde, a mi juicio, quiebra la teoría que se ha aplicado en la Ley Anti-Cachete.
Resulta loable la labor que tanto las Naciones Unidas como el resto de instituciones de protección de la infancia están llevando a cabo para acabar con cualquier tipo de tortura o maltrato infantil. Sólo un perturbado mental podría defender lo contrario. Dicho lo cual, coincidirán conmigo en que hay que ser muy retorcido para confundir un cachete con el maltrato infantil.
En cualquier caso, si la filosofía del legislador es la de corregir comportamientos inadecuados utilizando exclusivamente la razón, entiendo que de inmediato deberían derogarse todas aquellas normas que amparan el uso de la fuerza física por parte de la autoridad pública. Obviamente, no pretendo equiparar una travesura infantil con un acto delictivo, sino evidenciar que no siempre es posible apelar a la razón para corregir determinadas fechorías, sobre todo cuando quien los comete no es capaz de razonar.
Probablemente, el argumento de mayor peso para respaldar la eficacia de un sopapo a tiempo sea el de la propia experiencia. Aunque me he llevado alguna bofetada que otra, jamás me he sentido maltratado ni traumatizado por ello, antes bien, al contrario, aprovecho para agradecer a mis padres cada una de ellas. La que con más cariño recuerdo fue precisamente la que menos merecía: un sonoro bofetón que me dio mi madre porque creía que había hecho una trastada que luego pudo comprobar que no había cometido yo, sino una de mis hermanas. Aunque inmerecido, me sirvió para aprender que no es bueno estar en medio, sobre todo cuando hay jaleo. En cualquier caso, me dejaría pegar cada día un tortazo de esos si, como en aquella ocasión, fuera indemnizado con el millón de besos que me dio después para enmendar su error.
Considero, en definitiva, que cuando un padre amonesta de esta forma a un hijo, no lo hace a modo de tortura o abuso, sino para hacerle ver que el comportamiento por el que se le castiga le perjudicará mucho más que un simple cachete. De hecho, cualquiera que sea padre sabe que esos cachetes que ahora se han criminalizado duelen más a quien los da que a quien los recibe. Todo ello sin perjuicio de que, como decía más arriba, haya perturbados que torturen y maltraten a sus propios hijos.