EL RAYO VERDE

Terapia navideña

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La Navidad se parece a la infancia en una cosa sobre todas las demás: mientras la pasas estás deseando salir de ella, pero con el tiempo la recuerdas con cariño, incluso la idealizas y hasta la conviertes en tu patria, un afortunado hallazgo de Rilke que de tanto usarlo va camino de convertirse en ripio. La Navidad es, como los niños, ruidosa, llorona, desmedida... y más lista de la cuenta, bajo su apariencia inocente. Nos atrapa en su trampa mortal de añoranza, consumo, comilonas, telefilmes cursis y adornos horteras, y nos lleva al huerto con un par de besos chuperreteados, que nos hacen abjurar de nuestros más sólidos principios y hasta de nuestros odios más africanos.

Sobre todo, la Navidad es inevitable, así que conviene pensar que resulta mucho peor no tenerla. Además, sucede que los tópicos en contra funcionan ya tan mal como la exaltación, porque también cansa tanta pose de descrédito de lo navideño. Es, así, tan cierto que las comidas de empresa o trabajo son una obligación molesta, como verdad es que al final se pasa bien, la gente se relaja y se celebra por un rato la gran fraternidad universal, entre copas, lo cual no deja de ser un enorme prodigio navideño. Hasta Marín, el presidente del Congreso, tan distante él, ha terminado llorando al final de la Legislatura, y de su vida política, y Teófila y Chaves se han besado.

Como suele pasar, los árboles no dejan ver el bosque y la parafernalia montada de abetos iluminados, papás noeles colgantes, zambombas y zambombas, lazos y otros efectos especiales, grandes superficies atestadas y anuncios de juguetes, oculta lo esencial: un ciclo vital que se cumple desde la noche de los tiempos, un punto de inflexión del discurrir de la Tierra en torno al Sol, en que la naturaleza humana necesita parar, recogerse, meditar, lamerse las heridas, mudar la piel, recobrar fuerzas, regenerarse... para lo que queda por venir.

Que, en este caso, es mucho: No sólo el Carnaval, que no dejará respiro a la resaca de Reyes y nos tendrá mes y medio alborotados, sino a la vez la campaña de las elecciones generales y autonómicas, con sus debates correspondientes; y las elecciones mismas, y la constitución de las Cámaras, y de los gobiernos; y el nuevo ciclo económico, que a ver cómo viene la crisis y hasta dónde cae el consumo. Y queda por ver la progresión personal y escolar de los hijos, la familiar, la laboral, y la propia vida,día a día: la hipoteca, el sueldito, la conciliación imposible, y tantas incertidumbres, ausencias y malestares, tantos compromisos y aspiraciones.

Por eso, deduzco, nos da un punto de angustia vital, de miedo al vacío, de vértigo, y nos dedicamos como locos a mandar sms y mails, como botellas de náufragos, para buscar compañía, resguardo, abrigo, congéneres, aparte de hacerle el negocio a las teleoperadoras.

Este nuevo ritual navideño -que sucede a las sucesivas moda de los cotillones, las bragas rojas, el botellón en Nochebuena- responde entonces a este impulso de combatir el ataque de lucidez con una concesión a la ternura. De modo que, después de todo un año de escondernos bajo la formalidad del aspecto y los años, cae la careta y nos descubrimos como muchachos en la edad del pavo, colgados del móvil, leyendo frases trascendentes o ingeniosas, tópicas, chorras, bordes, y nos apresuramos a devolverlas, juguetones.

Entiendo ahora lo que que decía Nadine Gordimer. A sus 83 años, la Nobel surafricana confiesa vivir una vuelta a la adolescencia y sentir las mismas dudas que cuando tenía 15. Es un consuelo a la hora de hacer el tonto en este anual retorno al Brideshead de la infancia.

lgonzalez@lavozdigital.es