LA RAYUELA

El Belén del consumo

Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María, que me voy a emborrachar. Era uno de esos villancicos que cantábamos, que ahora ya pocos entonan, porque para eso está la megafonía del Corte Inglés o la que imponen en los espacios públicos los ayuntamientos y comerciantes. Para una sociedad que se define como «de consumo» la Navidad es la época del consumo excesivo y la compra compulsiva de regalos inútiles, que se ha convertido también en una auténtica fiesta del derroche energético.

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Las ciudades vistas desde los satélites parecen antorchas y las conurbaciones urbanas brillan como constelaciones en el cielo de la galaxia. Imposible no pensar en la ausencia, en el frío y la escasez que recuerda aquella otra de nuestra infancia, en la bombilla de filamentos congregando a la comunidad alrededor de su luz y calor. Imposible olvidar la oscuridad del continente africano, un enorme agujero negro situado tan sólo unos grados de latitud más al sur, donde este año hay más países que pasarán hambre también en navidad.

¿Qué argumentos justifican este contraste? ¿Cómo interpretaría este paisaje una inteligencia ajena a nuestra civilización? El portal de Belén, de estar en alguna parte, está allí en la oscuridad y el frío de la noche, compartiéndolo con los desheredados de la tierra. Por aquí, es más difícil encontrar rastros de humanidad y de calor humano entre tanta fanfarria electrónica difundida por altavoces y el cegador brillo de los millones de bombillas incandescentes, cuyo consumo energético está hipotecando los que en el futuro serán precisos para llevar la industrialización y el desarrollo a esas tierras. Entonces se les negará el derecho a contaminar, porque nosotros, los ricos derrochadores, ya habremos alterado tanto el equilibrio climático que los ecosistemas no lo podrán soportar más sin pasar graves facturas a la humanidad en términos de cataclismos, desertificación, calamidades y pandemias.

El derroche energético de las ciudades andaluzas es espectacular, comenzando por el de Cádiz, que gasta casi tanto (820.000 euros) como la que más (Málaga) siendo mucho más pequeña, y además mantiene colgado el alumbrado hasta el Carnaval.

La iluminación apabullante es un reclamo para el consumo y se entiende que el comercio defienda sus beneficios (40% del año), pero ¿seguro que no hay formas más inteligentes, delicadas, sutiles y atractivas de iluminar una tienda o una calle? ¿Es necesario ese derroche económico y energético para conseguir que cada andaluz adulto gaste 683 euros de media (900 euros por familia en España) en Navidad? Ocurre como con la competencia mal entendida: a ver quien da más, pone más bombillas o las enciende antes, ¿qué barbaridad! Somos el país europeo que más se separa del compromiso con el cambio climático de Kyoto o de Bali y nos permitimos el lujo de derrochar estos días millones de kilowatios/hora, mandando al pairo el enorme esfuerzo del Plan de ahorro y eficiencia energética.

Pero es que además ocultamos el cielo, deslumbrados por el espectáculo cegador del Belén del consumo. Esos cielos limpios de estrellas titilantes del Solsticio de Invierno, que antes, cuando aún se veían, invitaban al recogimiento desde el asombro ante lo infinito y desconocido. Allí radicaba el misterio que desde los orígenes hizo a los hombres mirar hacia las constelaciones en dirección a Oriente. Ahora, para orientarnos en la noche, nos quedan el GPS y las miles de bombillas de la Avenida.