Opinion

España adelanta a Italia

Un milagro y una derrota. Con estos conceptos describía el prestigioso periódico La Reppublica la noticia de que la renta per capita española acaba de rebasar por primera vez a la de Italia según las estadísticas incuestionables del Eurostat. Si los italianos protagonizaron en 1987 un celebrado sorpasso al conseguir sobrepasar en renta al Reino Unido, ahora son víctimas del arrojo español, que ya había pronosticado Rodríguez Zapatero: hace ahora aproximadamente un año, el presidente del Gobierno aseguró, durante un acto organizado por el semanario The Economist, que España superaría a Italia antes de 2010 y ocuparía el puesto número 12 en la Unión Europea. Los acontecimientos se han precipitado: con datos del 2006, el PIB per capita español es de 22.816 euros frente a los 22.301 del italiano. Este indicador está cinco puntos porcentuales por encima de la media de la UE a 27 miembros, pero todavía cinco puntos por debajo de la media de la Eurozona.

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Esta buena nueva, que debería situarnos a las puertas del G-7 no debe servir exclusivamente para recrearnos en la satisfacción introspectiva por lo ya conseguido: lo lógico es que sirva de acicate para seguir por esta senda, en pos del siguiente objetivo a nuestro alcance, marcado explícitamente por el jefe del Ejecutivo: sobrepasar ahora a Francia.

Nuestra economía, que llegó a la democracia con un sector público muy exiguo, no padeció los excesos europeos del gigantesco y anquilosado Estado Providencia que luego fue necesario adelgazar: cuando en 1981 Francia iniciaba una etapa de descabelladas nacionalizaciones, España estaba en puertas de una gran reconversión industrial que modernizó decisivamente el sistema económico español.

La iniciativa empresarial no es en absoluto ajena a esta creciente bonanza: nuestras empresas han realizado una prodigiosa expansión en todo el mundo y son punteras en sectores clave como las energías renovables o las telecomunicaciones, por ejemplo.

La contemplación de este milagro debería suscitar dos sentimientos complementarios, sobre los que habría de cabalgar el futuro: de un lado, es necesario reforzar aquellos elementos que nos han impulsado hacia el éxito del que hoy podemos enorgullecernos colectivamente.

Las recetas del éxito, aunque opinables según tonalidades ideológicas, convergen en un abanico de actuaciones sobre el que no hay disenso: hay que concluir la liberalización económica, mantener la ortodoxia en materia de política económica, preservar el diálogo social, impulsar el I+D+i, volcarse en la educación y conquistar mayores tasas de productividad.

Más compleja es la detección de los riesgos, y sobre todo su enunciado, puesto que incide en cuestiones de gran calado político en que las actitudes no son ni mucho menos unánimes. Pero no hay más remedio que decirlo: la principal amenaza que nos ronda es la disgregación, la preeminencia del interés localista y menudo sobre el general, la progresión de las tensiones centrífugas que postulan tanto la dislocación política del Estado cuanto la ruptura de la unidad de mercado, la generación de un clima de confrontación e insolidaridad que se instale en lugar de un sentimiento colectivo de pertenencia a uno de los Estados más modernos, originales y atractivos del mundo.

Frente a este peligro objetivamente cierto, en el que la pervivencia dramática del terrorismo es un síntoma más que completa la compleja etiología de aquél, la solución es simple de enunciar aunque quizá no resulte fácil de implementar: las grandes fuerzas vertebradoras de este país, y muy especialmente los grandes partidos políticos, tienen que tener el ingenio y la magnanimidad suficientes para encarrillar sus discursos y sus controversias sin deteriorar la base conceptual del sistema, sobre el que se asientan la fortaleza del régimen democrático, la solvencia económica y el protagonismo internacional de España.