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Mi anhelado divorcio exprés

Apenas faltan doce horas para que esas ricuras de niños uniformados -los únicos renacuajos que venero a excepción de mis sobrinos- comiencen a canturrear numeritos. Pero la que suscribe lleva ya días haciendo cábalas sobre cómo me gastaría los 300.000 euros que me caerían si uno de mis décimos saliera premiado -que me toque más de un premio supone una pirueta estadística que mi suerte es incapaz de trazar-. Por cierto, antes de desvelaros en qué dedicaría esos euros, ¿os habéis parado a pensar que hace no muchos años, la Lotería de Navidad dejaba millonarios y ahora sólo sirve para tapar los huecos, o mejor dicho, los socavones que hay en nuestras respectivas economías? En mi caso, al menos me permitiría firmar mi anhelado divorcio exprés. Me liberaría, por fin, de ese marido que ya os presenté en cierta ocasión y que se llama Santander. Y es que una hipoteca de 40 años no es un préstamo, es un matrimonio de conveniencia en toda regla, que los niños de San Ildefonso (qué peaso de Santo) podrían ayudarme a romper definitivamente.

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Pero como estamos en Navidad y de nuevo mi compañero del metal Pedro Vázquez (no es soldador sino sindicalista) me insiste en alegrar su desayuno y el de su mujer con esta columna, voy a abandonarme por un momento y a imaginar a quién debería caerle una buena lluvia de millones y no de las antiguas pesetas. Mis candidatas son esas viudas atrincheradas en los ruinosos partiditos del centro de Cádiz, de las cuales se olvidaron cuando idearon la sonrisa como imagen de la capital. Son mujeres que sobreviven con una exigua pensión, pagando una antigua renta y cuyos caseros cuentan los días que le quedan de vida para deshacerse de ellas. Su buena suerte endulzaría mi divorcio frustrado.