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LECHE PICÓN

Malos tratos

Han tenido lugar en estos últimos días en nuestra Ciudad diversos actos en los que diversos colectivos se han manifestado en contra de la llamada violencia de género y con motivo de los cuales políticos y autoridades, de prácticamente todos los signos ideológicos, han levantado la voz pidiendo el fin de tan odioso tipo de agresiones. Y con toda la razón del mundo, suscribo yo. Porque la violencia, sea del cariz que sea, es el último refugio del cobarde. Y es más abominable aún cuando se lleva a cabo contra personas, como tantas mujeres, inermes, sin refugio y sin posibilidad de defenderse ante la mayor fuerza física del agresor. Vaya por delante, pues, mi mayor repulsa contra tales conductas y tales agresiones. Sin reparos, sin tapujos y sin vuelta atrás.

JUAN PEDRO COSANO
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No obstante ello, la cuestión ha de suscitar diversas reflexiones. La primera, la menos importante, es que una gran parte de esos actos violentos -las estadísticas hablan de más del setenta por ciento, si no yerra mi memoria- se produce en el seno del colectivo inmigrante. La razón tendrán que darla sociólogos y expertos, pero se me antoja que las raíces profundas de esas culturas en las que la mujer no pasa de ser un simple objeto carente de derechos no están lejos de la causa última de esos comportamientos. La expulsión del agresor de territorio nacional, para el supuesto de que la agresión mo mereciere pena más grave, sería una solución adecuada para intentar poner fin a la cascada de agresiones que se producen entre los extranjeros que residen en nuestro país.

La segunda reflexión que me planteo al hilo del tema que abordo es que se están produciendo auténticos abusos en el tratamiento policial y judicial de los casos de violencia doméstica. Y no por culpa precisamente de policías ni de jueces, que bastante tienen con tramitar y dar curso a las miles de denuncias que se plantean, sino por culpa de una Ley como es la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de Diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género, que, al amparo de las buenas intenciones que la presiden, está propiciando que muchas mujeres -y muchos abogados- sin escrúpulos hagan uso de su articulado con propósitos torticeros: para obtener mejores medidas en el ámbito de un procedimiento matrimonial, para justificar conductas inmorales, para colmar antiguos rencores o con intenciones puramente económicas. Y así estamos viendo cada día cómo muchos hombres que sólo disponen de su palabra como defensa, pasan días en el calabozo e incluso en prisión por mor de una denuncia falsa formulada bajo el manto del clamor social que existe contra las agresiones de parejas. Y estas denuncias torticeras de que les hablo no son supuestos anecdóticos: el porcentaje de denuncias inmotivadas es verdaderamente espantoso, hasta el punto de que hay quien habla de más del cincuenta por ciento de entre el total de las que se plantean. Las consecuencias pueden ser supuestas por cualquiera: no solamente sirven para hundir vidas y patrimonios, sino para colapsar juzgados e impedir que los casos reales de violencia doméstica sean atendidos con la celeridad y meticulosidad que exigen.

Esto de que les hablo no es una opinión personal: es una queja mayoritaria entre policías, jueces, fiscales, abogados y funcionarios. Es preciso, pues, articular remedios que pongan fin a lo que está sucediendo. Porque, de continuar como hasta ahora, la existencia de ese altísimo porcentaje de procedimientos judiciales incoados por denuncias que no obedecen a hechos reales, sólo servirá para que el auténtico problema, es el de las mujeres que mueren a manos de los violentos, no pueda ser tratado de una forma digna y eficaz en un futuro próximo.