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EXHIBICIÓN. Estas pandillas son grupos organizados que eligen a una víctima, la agreden y lo filman y difunden por internet. / LA VOZ
Jerez

Detectan «grupos de niños bien» que delinquen y lo graban con el móvil

El juez de menores de Jerez ha contabilizado en los últimos meses al menos cuatro casos de este tipo El perfil del delincuente no es el de un joven de barriada marginal

ALMUDENA DOÑA
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Los delitos que cometen los menores en los últimos años están sufriendo cambios sustanciales, tanto en lo que respecta a la conducta en sí como al perfil de los que delinquen. Si hasta ahora en la mente de cualquier ciudadano las palabras robo, violencia o paliza se asocian a jóvenes pertenecientes a familias desestructuradas, con carencias económicas y sociales y residentes en barrios marginales, el fenómeno que se está generalizando se encuentra muy lejos de esta realidad. En palabras del juez de menores de Jerez, José Miguel Martínez, se está produciendo «la rebelión» de los jóvenes acomodados, esto es, la organización de bandas callejeras encabezadas por menores «de familias estructuradas, no marginadas económicamente, con padres profesionales y que no roban para comer, puesto que tienen de todo».

El juez asegura que está surgiendo una verdadera proliferación de grupos de «niños bien», cuyo pasatiempo se centra en tomar las calles de la ciudad en moto, acorralar a alguien, robarle, y en algunos casos agredirle grabando el episodio de violencia en el teléfono móvil. En los últimos meses, de hecho, Martínez se ha topado con al menos cuatro casos de estas características, producidos en zonas como el parque González Hontoria, la avenida de Europa o la avenida de Andalucía, en el entorno del Altillo. La motivación de estos delincuentes suele tener un denominador común: las ganas de divertirse a costa de martirizar al otro. «Ellos se suelen reunir los sábados. Hay tanto niños como niñas, y entre todos deciden a por quién van a ir, y luego se filma una película con el teléfono. Incluso existe un director, que se dedica a dar órdenes diciendo si hay que tirarle de los pelos o darle una paliza. Luego eso se difunde por internet».

Desde el punto de vista del magistrado, el problema de estos chicos reside precisamente en que han tenido una vida holgada en todos los sentidos, completamente alejados de cualquier carencia, sin necesidad de esforzarse por conseguir nada, puesto que lo tienen todo. «Una vez se sentó en mi despacho una madre que me dijo que su marido y ella no entendían por qué su hijo hacía estas cosas, porque le habían dado todo. A lo mejor el problema reside precisamente en eso, cuando al chico le dicen que no, responde que cómo que no, si yo soy el rey de la creación. Esto es lo que conocemos como Síndrome de Napoleón: suponen que es lícito quitarle a alguien lo que ellos quieren».

Esta realidad es consecuencia, como argumenta, de dos causas diferenciadas. Por un lado, de una crisis de valores que viene precedida por la represión absoluta que ha sufrido el país durante muchos años, cuya desaparición ha ido pareja de un «mal entendimiento de las libertades, porque la libertad también implica responsabilidad, y con la mejora de la situación económica muchos se han visto sin limitaciones».

El déficit educativo

De otra parte estaría el déficit educativo y cultural. No en vano, «la provincia de Cádiz lidera en la Unión Europea las listas de paro, entrada de droga y analfabetismo». Y es que aunque estos menores en su mayoría se encuentren cursando estudios en el momento de delinquir, Martínez afirma que se trata de «niños absolutamente incultos, que les cuesta trabajo hasta leer un periódico». Aunque el juez se muestra optimista confiando en que el problema se solucione o al menos disminuya con el tiempo, sí apunta a que los verdaderos artífices del cambio no serán los responsables de la justicia ni las Fuerzas de Seguridad del Estado, que sólo pueden actuar a posteriori, sino las familias y los educadores, que deberían emplearse a fondo con medidas preventivas.

En lo que respecta a las penas que se suelen imponer en estos casos, Martínez prefiere no llamarlas como tal sino más bien «medidas, ya que están encaminadas no sólo a castigar, sino también a educar». Unas condenas que dependen de cada delito en concreto y de las circunstancias que lo acompañen, marcando esto una diferencia fundamental con respecto a las acciones delictivas cometidas por adultos.

En este sentido, se cumple a rajatabla eso de que cada persona es un caso y, como recuerda el profesional, tratándose de menores no funciona el principio de igualdad. «Si los mayores cometen un robo, se les pone la misma pena, pero aquí no, porque nosotros aparte del hecho tenemos que tener en cuenta las circunstancias personales, escolares y sociales. Dependiendo de esto se optará por el internamiento, generalmente en régimen semiabierto, o por horas de trabajo para la comunidad, en el caso de que haya arrepentimiento o de que haya tenido una trayectoria vital positiva». Una vez que los chicos han cumplido su pena, se les intenta dar todas las facilidades para que se reinserten en la sociedad, aún siendo conscientes de que existe otro núcleo de menores que hace de la delincuencia un modo de vida, pues le viene aprendido de sus padres y abuelos que han convivido con el delito desde siempre.

Aunque se trata de un trabajo realmente duro, Martínez reconoce la satisfacción que le produce el poder comprobar cómo muchos dejan a un lado su entorno de mala influencia y se convierten en ciudadanos de ley. «Se les intenta dar facilidades. Por ejemplo, un día me vino una madre cuyo hijo había empezado a trabajar, pero su puesto de trabajo le cogía muy lejos y no podía conducir por una pena impuesta. Le quedaban unos meses y yo le levanté la pena. Pero todo eso, claro, mientras demuestren que van por el buen camino». Una labor para la que la sociedad debe poner en marcha todos los mecanismos a su alcance, con todos sus agentes implicados en ello, pues no hay que olvidar que se trata de formar y reeducar a los ciudadanos del futuro.

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