Carrera de impuestos
Los dos grandes partidos han anunciado que incluirán en sus programas electorales para las generales de marzo la supresión del impuesto sobre el Patrimonio. Esta figura nació con la reforma fiscal de Fernández Ordóñez de 1977, con carácter excepcional y transitorio, pendiente de su configuración definitiva, que sólo llegó con la ley 19/1991. La exposición de motivos de la norma, que imitaba diversos modelos socialdemócratas foráneos, explicaba que si el impuesto sobre el Patrimonio había cumplido hasta entonces una función de carácter censal y de control del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, el propósito de la ley que se promulgaba era otorgarle verdadera capacidad redistributiva, complementaria de la aportada por el IRPF.
Actualizado:Sin embargo, el tributo, de fuerte contenido ideológico y que evidentemente pretendía gravar sobre todo las grandes fortunas, se demostró pronto ineficaz e injusto. Los titulares de grandes patrimonios los ubicaron en diversas estructuras societarias, inmunes al impuesto, por lo que pronto fueron en realidad las clases medias las más perjudicadas por el tributo, que perdió su razón de ser. De hecho, el impuesto sobre el patrimonio sólo ha sobrevivido en Francia y en Suecia, y en ambos países está también a punto de desaparecer. En España, el impuesto ha sido transferido a las comunidades autónomas, que no tenían potestad para eliminarlo pero en su mayor parte -sobre todo las del PP- ya habían decidido reducirlo a la mínima expresión (el nuevo secretario general del PSOE madrileño, Tomás Gómez, también reclamó recientemente tal medida). La recaudación total por tal concepto en 2005 fue de 1.442 millones de euros, aportados por algo menos de un millón de contribuyentes. El presidente Zapatero, al anunciar su supresión, ha dado a entender que el Estado resarcirá a las autonomías de esta merma en sus ingresos, por más que Solbes tiempo atrás hubiera insinuado lo contrario.
En principio, la supresión es positiva porque tendrá un efecto reactivador: representará una inyección de liquidez al sistema económico, que no vendrá mal en momentos de desaceleración como los que nos aguardan según todas las previsiones. El significado cuantitativo de la reforma es de cualquier modo discreto si se compara con rebajas anteriores: las dos reformas fiscales del PP costaron 3.000 millones de euros cada una, en tanto la del PSOE ha costado unos 2.000 millones en la rebaja del IRPF y otros 2.000 millones en sociedades.
El PP, por su parte, ha anunciado -por boca de Rajoy- una nueva rebaja del IRPF por la cual no tendrían que pagar por este concepto quienes poseen una renta inferior a los 16.000 euros anuales. La reforma todavía no ha sido concretada, pero en el supuesto menos oneroso para las arcas públicas no bajaría de los 4.500 millones de euros, El PSOE, de momento, no ha anunciado ningún recorte del impuesto sobre la renta, pero no puede descartarse ni mucho menos que finalmente incluya una rebaja en su programa electoral.
La opinión pública, que se ha percatado del súbito enfriamiento del sector construcción y del riesgo de estallido de la burbuja inmobiliaria (de momento, el aterrizaje suave está produciendo discretas bajadas en los precios y un ascenso soportable de la morosidad), es consciente de que la economía ya no mantiene su eufórico y cuasi desbocado ritmo de crecimiento, por lo que pueden llegar momentos de vacas flacas que suscitan preocupación. El desempleo y la inmigración -en lo que afecta al mercado de trabajo- se han convertido en los principales motivos de inquietud, según las encuestas.
Sería, pues, disparatado que los grandes partidos se enzarzasen ahora en una gran subasta fiscal, que restara mérito y valor a los superávit conseguidos y que no pueden ser despilfarrados, ni mucho menos, por fútiles motivos electorales. Gracias a estos superávit mantenemos tasas de inflación soportables, y lo sensato sería afrontar los tiempos más difíciles que nos aguardan con criterios restrictivos y de rigurosa disciplina presupuestaria y fiscal. Estas pujas a la baja, que la ciudadanía contempla con escepticismo, sólo contribuyen a incrementar el preocupante descrédito de los partidos.