Dentro del laberinto
Aveces, al leer un libro me sucede sentirme atrapada dentro de un laberinto. Atrapada, eso sí, por gusto y a gusto. Sabiendo que siempre tengo un as en la manga: esa salida, que el constructor del laberinto intenta evitar, de marcar la página y cerrar el libro. No es tan fácil, en ocasiones: existen libros con fauces, con lazos, libros que te subyugan de tal modo que eres incapaz de cerrarlos. Todos ustedes habrán sentido esa fiebre de la lectura, y me entenderán.
Actualizado:He leído en estos días, aprovechando un viaje que me ha deparado algunas horas de silencio, esperas en estaciones y trayectos en tren (tres buenos condimentos para la lectura: silencio, espera y viaje), una novela vieja, de W. Sommerset Maugham. El placer que me proporcionaría el libro estaba asegurado sólo con el nombre del escritor. Pero no esperaba yo que en este tomo, gastado y amarillento, encontraría a un compañero de laberinto, que esperaba agazapado desde el año 1946, la fecha de su publicación.
Como se imaginarán, en esa época la edición y la impresión eran tareas del todo manuales. La labor del linotipista, juntando caracteres en las líneas y luego fusionando líneas para crear un párrafo y una página, no tiene nada que ver con nuestros adelantos informáticos y nuestros programas de Word. Fruto de algún despiste del honrado trabajador, algunas páginas de la novela están trastocadas. Pero mi sorpresa fue que, al pie de todas las cambiadas, con una letra menuda y hermosa, alguien había ido marcando el camino a seguir: de aquí a la 242; de aquí a la 239 Como un Pulgarcito con piedrecitas blancas, un lector de los años 40 había ido señalando pistas en el laberinto para que yo, 60 años después, no me perdiera. No me dirán que no es mágico. No me dirán que no hay en esto pura poesía