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VUELTA DE HOJA

La edad de los muertos

Las personas de bien, entre las que evidentemente no figuran los que no han reprobado el asesinato del guardia civil Raúl Centeno, estamos heridas. Más heridas que perplejas. ¿No tendremos que habituarnos a este cupo de muertos, variable según la estrategia de los verdugos? La técnica de los criminales no parece muy inteligente, ya que no tienen balas para todos. Los terroristas son malos agricultores, ya que su semilla cae sobre una piedra tan dura como sus molleras. En estos días de luto me ha venido a la memoria esa «ciega abeja de amargura», otro muerto lejano. Han pasado 30 años del asesinato de Manuel García Caparrós, en pleno centro de Málaga y acompañado de mucha gente. Tenía 19 años, cosa que también me ocurrió a mí, paseaba en un grupo más extenso de amigos de los que son mis habituales, por una calle que he recorrido mucho, cuando sonó un disparo anónimo. Averigua quién le dio. Hasta ahora no han logrado hacerlo los desbordados mecanismos policiales.

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Mi paisano ha sido excluido de la llamada Memoria Histórica, pero no de la mía. Hace 30 años, el mismo día del suceso, porque a mí me gusta escribir en caliente aunque con toda la sangre fría posible, publiqué un artículo. A la muerte de aquel muchacho entusiasta que participaba en una manifestación reclamando lo suyo, la llamé asesinato. Procuro, casi siempre en vano, aplicar la palabra exacta. Asesinar, en el diccionario, es «asesinar alevosamente, por precio o con premeditación». Alguien pidió en algún feroz periódico de la época que me metieran en la cárcel. No lo logró, pero sí que me metieran en un lío. Tengo el recorte de prensa en mi amarilla pedantoteca, pero no recuerdo el nombre del autor. Jamás he sido rencoroso. Recuerdo este episodio personal porque ahora, tantos años después, en España parece que hace falta, siempre cíclicamente, un muerto. Lo necesitan las gentes de mal vivir.