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DE VUELTA A LA ESCENA. El argentino en un momento de la representación. / ÓSCAR CHAMORRO
ANÁLISIS

Luppi descubre la llave del corazón

Sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos». Esta frase de Antoine de Saint-Exupéry, plasmada en su mítico libro El Principito, podría ser el hilo conductor de la pieza teatral El Guía del Hermitage, interpretada el pasado sábado en el Teatro Municipal Pedro Muñoz Seca por un excepcional Federico Luppi, Ana Labordeta y Manuel Callau.

IVÁN BERNAL
EL PUERTO Actualizado:

Esta obra, del dramaturgo peruano Herbert Morote, habla de la posibilidad de ser libres, aunque sea dentro de la opresiva sociedad estalinista de la Segunda Guerra Mundial. «Una pizca de fantasía, ilusión, amistad y realidad» son los ingredientes básicos para aderezar una libertad a título personal, sin patentes ni artificios. Es también una oda a la fuerza de la imaginación, en un presente donde las ideas enlatadas y los contenidos edulcorados marcan la tónica habitual de la sociedad. Morote se revela contra todo esto y afirma que «la realidad es para los que no pueden soportar sus sueños».

En el invierno de 1941, las tropas nazis han cercado la ciudad de Leningrado, actual San Petersburgo, que lucha por contrarrestar a la invasión hitleriana. Todas las piezas de arte del mítico museo del Hermitage han sido puestas a buen recaudo en las montañas Urales para evitar su destrucción. El guía de esta pinacoteca, Pawel Filipovich (Federico Luppi), recorre todas las noches estas galerías, enseñando a un público imaginario las grandes pinturas inexistentes.

Se puede decir, sin temor a equivocarse, que esta obra es una versión de Don Quijote en tiempo de guerra y dificultades. Pawel Filipovich es un quijote imbuido en el amor al arte y la fuerza sentimental que proporciona la pintura, una imagen fija que proyecta movimiento, pasión y arrebato. Igor es su fiel escudero, aunque no deje de cuestionar y señalar una verdad mucho más devastadora y letal. Tan sólo el vodka o la muerte, podrán hacerle filosofar «como las mulas». En cambio, Sonia representa aquel ser que parece tener los pies en la tierra pero no puede evitar dejar de soñar y ser libres por un momento, antes de volver a las trincheras y enfrentarse a la bestia fascista.

Sin embargo esta idílica odisea también tiene sus límites. Termina allí donde la amistad finaliza, donde el ser humano no puede expresar su más íntimo ser, por miedo a ser incomprendido y considerado «un vulgar viejo loco». Pasar de la esfera privada a lo público es una frontera infranqueable ya sea por las cuestiones ideológicas de la época o por mera supervivencia.

Cabe destacar el cuidado que esta pieza presta a los detalles más íntimos. La música está basada en la sinfonía que el músico ruso Dimitri Shostakovich compuso durante el asedio a la ciudad, otro ejemplo artístico de cómo el ser humano se eleva ante las dificultades de una realidad de feroz opresión. Sin embargo, la compañía también tendría que ser amonestada por errores en la transcripción de nombres rusos como el del protagonista.

El público, que abarrotó el palco de butacas hasta completar el aforo, quedo embelesado desde el primer minuto por la sencillez de una trama tan íntima y personal. Demasiado entregado cabe apuntar, con atisbos de aplausos por cada sonrisa y un excesivo ruido para aislar actores y espectadores de la cuarta pared. Si Stanislavsky levantara la cabeza, sus ojos no darían crédito. La verdadera quimera no era poder ver la obra sino intentar imbuirse en ella. Se notan los veinte años de ausencia teatral continuada en el municipio. Esperemos que el tiempo y la experiencia vayan limando este tipo de asperezas.

Finalmente, hay que elogiar el lapso que duró la obra. Lo suficiente para contar una historia y lo suficiente para saber dónde parar. En plena época de star system teatral, muchas compañías caen en la tentación de ofrecer espectáculo de forma proporcional al coste de la entrada. Este no ha sido el caso en absoluto. Federico Luppi puede estar tranquilo de haber hecho bien sus deberes y volver a tener a un público encandilado cuanto tengamos el privilegio de volver a verlo en escena.