Es noticia:
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizCádiz
COLOR. La quinta Avenida de Brooklyn con los gingko biloba en su esplendor otoñal.
Cultura

¿Al Bronx!

No sólo de Manhattan vive el cautivado por Nueva York. El invierno es una estación propicia para adentrarse en Brooklyn y Brox, que también han sabido renacer

TEXTO Y FOTOS :
Actualizado:

La selva de grandes moles luminosas. El bosque animado de basalto y vidrio, construido a golpes de un hacha de dos filos (ambición y codicia), se abarca imaginariamente desde el nuevo balcón en la cima del Rockefeller Center: «Top of the Rock». Cerrado durante dos décadas, ha vuelto a desplegar un mirador que imita al puente de uno de los grandes paquebotes que tras surcar el Atlántico se abisman maravillados en la bahía de Manhattan. Gracias al desprestigio y la devaluación del dólar, el cíclope de luz hace del invierno una estación propicia no sólo para explorar lo sabido, sino para para asomarse a barrios que son también fábrica de Nueva York, como Brooklyn y Bronx. Porque la ciudad no se agota, ni mucho menos, en Manhattan. Hay mucha vida más allá de la isla de los prodigios, aunque siempre volveremos a Manhattan, sobre todo si conciliamos el sueño en hoteles céntricos como el Intercontinental (The Barclay), construido por la compañía de los ferrocarriles en 1910. En sus sótanos -inaccesibles- se mantiene intacta la estación en la que se detenía el tren presidencial. El visitante de la Casa Blanca sólo tenía que pulsar un botón para subir desde el andén a sus habitaciones. Al otro lado de la Avenida de Lexington, a la altura de la calle 49, se encuentra el Marriott fundado en 1924. Inicialmente sólo concebido para hombres, con sus salas de juego y otras amenidades, en él se alojaron figuras como Xavier Cugat, el mago Houdini (en su piscina, hoy desaparecida, hizo el truco de salir de una caja fuerte) y la pareja de artistas formada por la pintora Georgia O'Keefe y el fotógrafo Alfred Stieglitz. Elegantes alojamientos en los que uno tiene la tentación de dedicarse al «dolce far niente» o a contemplar las «ventanas altas» del poeta Philip Larkin (las del imponente Waldorf Astoria), pero la calle clama en Nueva York. ¿Al Bronx! ¿A Brooklyn! Al calor whitmaniano de las muchedumbres.

La parte por el todo

La mala fama que arrastra el Bronx se debe en gran medida a una sinécdoque alimentada por el cine y la televisión: la de tomar la parte (el South Bronx) por el todo (el Bronx, el único de los cinco «boroughs» que no es una isla, el único unido al continente, que tomó su nombre del colono sueco Jonas Bronck). Su Jardín Botánico es cinco veces más extenso que el de Brooklyn, cuenta con doce campus universitarios y un zoológico en el que los animales salvajes disfrutan de un hábitat más amplio que muchos de sus vecinos hispanos: no sólo el 50 por ciento de los que viven en el barrio hablan español, sino que hasta cuentan con un obispo vasco, Josu Iriondo.

Fue Robert Moses, una de las más controvertidas figuras del siglo XX americano, impulsor de formidables obras públicas en las que se coronó al automóvil como rey del espacio urbano, quien trazó buena parte del Nueva York que hoy conocemos. Pero ninguno de sus proyectos resultó tan devastador como la vía rápida que atravesó el Bronx de parte a parte, lo sajó por el eje y causó estragos tan hondos en el tejido comunitario que necesitó décadas para recuperarse. Desde los promotores y alumnos de la Ghetto Film School, que han sabido sacar excelente partido fílmico a la mala fama del sur del Bronx y, en palabras de su impulsor, el cineasta David O. Russell, «elegir por votación un término negativo y arrojarlo otra vez ahí fuera» para «hacer justamente lo contrario, hasta la calle Charlotte, paradigma del nuevo Bronx, la rehabilitación es palpable. Fue en Charlotte Street donde, aprovechando un descanso en los debates sobre desarme nuclear que se celebraban en la ONU, el entonces presidente Jimmy Carter hizo una «excursión» histórica: las fotografías de aquel 5 de octubre de 1977 mostraban edificios abandonados, descampados aterradores y pilas de ladrillos. Como escribe treinta años más tarde Manny Fernández en «The New York Times», «el cambio es la eterna historia de Nueva York, pero pocas calles han ilustrado mejor esa capacidad para la destruccióny el renacimiento como Charlotte». Aquella tierra desolada del South Bronx, que antes de la II Guerra Mundial era domicilio de obreros judíos, en los años setenta fue pasto de incendios intencionados, crimen rampante y abandono tanto de los propietarios como de la ciudad (un tramo de la calle desapareció del mapa urbano en 1974 y no reapareció hasta una década más tarde), es hoy un área pujante donde conviven latinos, asiáticos y negros en casas ornadas con jardines manicurados valoradas en medio millón de dólares.

Pescado para la ciudad

Al Bronx donde se trasladó el famoso Fulton Fish Market (el mercado de pescado que abastece a la ciudad insaciable), sede del estadio de los Yankees (el equipo estrella del béisbol local), se puede ir en metro (la vía rápida y más barata, con seis líneas cruzando su territorio), en el «Bronx Trolley» (una especie de trolebús autopropulsado con tres rutas que hacen escala en teatros, galerías, parques, mercados, museos...) o andando. Esta última es la más cansina, pero tal vez la más ilustrativa. Lo cuenta Henry Roth en «Una estrella brilla sobre Mount Morris Park»: «Un mundo de tejados y cometas, de excursiones a los maravillosos puentes giratorios sobre el Harlem River, como el que había al final de Madison Avenue, en donde un puente entero giraba lentamente sobre sí mismo para dejar pasar un barco, y la desconcertante red de vías de ferrocarril de los enormes depósitos de mercancías del otro lado del río, en el desconocido Bronx». Es la mejor forma de «leer» carteles como el disuasorio de la Iglesia de Jesús: «Pare de sufrir», o el todavía más expeditivo en el que un tipo duro de película le pregunta a su bella dama: «¿Te importa si fumo?», a lo que ella replica: «¿Te importa si muero?».

Los más destemidos pueden improvisar su propia ruta. No hay peligro. Pero si quiere una a medida puede pedir a Susan Mills Birnbaum (www.susanesez.com) que le guíe por los recovecos de Arthur Avenue, centro neurálgico del único Little Italy que sigue pujante en Nueva York (el de Chinatown, al sur de Manhattan, está cada vez más sitiado por el expansionismo chino). Allí es obligada la parada en el mercado inaugurado en 1940 por el emblemático Fiorello LaGuardia (el alcalde que acabó teniéndoselas que ver con Moses), donde los dominicanos de La Casa Grande siguen haciendo los puros a la manera tradicional (y desafiando el omnipresente «prohibido fumar»). Legumbres, fiambres, quesos y embutidos son una tentación de la que dar cumplida cuenta «in situ» o en el cercano Roberto («uno de los mejores restaurantes italianos de la ciudad», en boca de Susan). La parada es en cualquier caso obligada en el Arthur's Avenue Cafe. Si hay suerte, mientras se disfruta de un capuchino o de uno de los platos del copioso menú, Mama Greco le deleitará con uno de sus pinitos operísticos, casi tan buenos como su tarta de queso. Ella y su hijo David, al frente del establecimiento que propone «sabor europeo en Little Italy», destilan un inconfundible aire de familia. El de los Soprano.

«Latin fusion»

No hay tiempo de enrolarse en paseos que acaben de completar la verdadera imagen del Bronx, como el del mambero Ángel Rodríguez, que recrea la historia del barrio trasladándose a 1945, cuando al sur del Bronx llegaron baladistas cubanos, que con el tiempo desarrollarían la «Latin fusion», el ska, el soul y el boogaloo. El rapero Orlando Rodríguez recuerda el Hunts Point Palace, un local que se ponía de bote en bote cuando actuaba Eddie Palmieri y donde sus padres solían ir a bailar. Y para acabar de rebobinar el tiempo, nada como el Jardín Botánico. Allí acaba de arrancar el trenecito que discurre ante preciosas maquetas de emblemas neoyorquinos construidos con fibras vegetales.

Como los gingko biloba, los árboles más antiguos del mundo, que un otoño tardío vuelve deslumbrantes calles y avenidas de Brooklyn, con sus hojas en forma de abanico y un amarillo que tal vez enardezca a vecinos como el invisible Paul Auster, pero todavía más a la también escritora Siri Husdvedt, que sabe «leer» los colores del paisaje y de los cuadros. Bajo la lluvia fina del otoño que se casa con el invierno, nada como atravesar el puente de Brooklyn andando y plantarse ante el Arco de Triunfo de la Grand Army Plaza, con el «multilingual licensed tour guide» Mauricio Lorence (718 789 0430) o dejarse llevar por la propia intuición, hacia la tentadora Biblioteca Pública, el museo de Brooklyn, Prospect Park, Park Slope, Williamsburg o Coney Island. Será otro viaje.

Antes de abandonar la ciudad que brilla con un elegante rascacielos, la nueva sede del «New York Times», en la Octava Avenida, obra del italiano Renzo Piano, que a algún avezado observador le recuerda una lámpara de Noguchi, hay que alabarle el gusto a los propagandistas de la campaña nycvisit.com por su reclamo «Esto es Nueva York». Así se titula el mejor libro jamás escrito sobre esta ciudad imantada. Su autor, E. B. White, viejo zorro, advierte que es obligación del lector completar su obra. Porque a la ciudad cuya esencia es el cambio no le gusta quedarse quieta. Teme que le encasqueten una mascarrilla mortuoria. De escayola.