Es noticia:
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizCádiz
Opinion

Svetlana: matar al mensajero

El hecho ha sido impactante y terrible: la joven rusa Svetlana Orlova fe asesinada la pasada semana en Alicante por su ex pareja, Ricardo Navarro, después de que la mujer se negara a una teatral reconciliación durante un programa de televisión de los llamados rosa. Después del encarcelamiento del asesino se ha sabido que este sujeto ya había sido condenado en dos ocasiones por agredir brutalmente a su ex mujer, de nacionalidad marroquí, y en el momento de acudir al plató tenía sobre sus espaldas una última condena por malos tratos a Svetlana que aún no le había sido notificada.

ANTONIO PAPELL
Actualizado:

No es la primera ocasión que sucede algo parecido. Los medios han recordado otros episodios semejantes, historias de relaciones rotas que terminan en asesinatos consumados o frustrados tras exacerbarse los rescoldos al calor de los focos, en el caldero de la publicidad, traídas al observatorio mágico de la televisión, que para muchos ciudadanos es más que un espectáculo: forma parte alienante de su mundo, como si tras la pantalla de televisión estuviera físicamente la habitación de las aventuras y los sueños

Podría decirse, quizá, que las televisiones deberían saber a quién presentan en sus programas frívolos, en sus repertorios de la llamada telebasura, para evitar que lleguen a las ondas delincuentes convictos, pero es manifiesto que este discernimiento resulta poco practicable: no se le puede pedir a cada ciudadano su certificado de antecedentes penales, ni es lógico reclamar de las empresas de comunicación que ejerzan tareas policiales o psiquiátricas. Es claro que ha de hacerse todo lo posible para evitar lo sucedido, pero también lo es que el asesino que mata a su pareja es la infrecuente excepción, la patología extrema y rara en un mundo de relaciones sociales en que, por suerte, el amor y el desamor se manifiestan pacíficamente, son uno de los argumentos principales de la creación artística y constituyen el nutriente intelectual de muchas personas que gustan de verse reflejadas en el prójimo o de emular lo que ven a su alrededor.

Simultáneamente a esta reflexión, procede otra: se equivoca quien piense que es esta oferta televisiva de subproductos sensibleros la que genera la correspondiente demanda: con toda lógica, hay que reconocer que es la demanda la que engendra la oferta. De hecho, hay mucho dinero en juego y las audiencias son elementos esenciales en el difícil negocio de la televisión. En definitiva, es insensata la creencia, más o menos consciente, de que sucesos como el que suscita este comentario estimulan la violencia de género. Todo esto viene a cuento de un temor nada infundado: cuando suceden estas secuencias, surge en el acto la tentación de regular, de legislar, de prohibir, de organizar De matar al mensajero, en una palabra. En una especie de clamoroso «vivan las cadenas», alguna asociación de periodistas ya ha reclamado la rápida creación de un consejo del audiovisual estatal Que, por cierto, estaba en el programa electoral 2004 del PSOE, como parte de la reforma del sistema de los medios públicos, y que ha sido pospuesto atinadamente después de realizar lo más sustantivo y admirable de aquella propuesta: la neutralización ideológica del audiovisual público. Si se profundiza en el asunto, se llegará a la liberal y democrática conclusión de que la mejor regulación de la libertad de expresión es la que (casi) no existe, si se exceptúa lo que dice lacónicamente el Código Penal de las injurias y las calumnias. Bien está que la vicepresidenta Fernández de la Vega se entreviste con las televisiones para reclamar sensatez y autorregulación, pero no hace falta dar ni un paso más allá. Éste es un país adulto en el que sobran normas y falta a veces clamorosamente el sentido común.