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MAR DE LEVA

Patrimonio nazional

Ya pueden ponerle salas, ampliaciones, tapar las goteras, intercambiarse los cuadros como si fueran cromos de la liga de fútbol con otras pinacotecas, y partírseles la retaguardia cada vez que aparece un político extranjero o un actor famoso para darse por allí una vuelta, que como no cuiden la cantera se van a quedar para vestir santos, una reliquia rellena de otras reliquias. Al Museo del Prado me refiero.

RAFAEL MARÍN
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Sigue sin ser de recibo que el sitio donde los españoles tenemos el referente del patrimonio pictórico e histórico de lo que somos trate de tan mala manera precisamente a quienes son herederos de ese patrimonio. O sea, a los estudiantes de enseñanzas medias (ni me atrevo a imaginar cómo deben de tratar a los de primaria). Usted puede entrar por allí como Pedro por su casa, en sandalias y calcetines blancos, con camisas hawaianas, clonado con otros cien o doscientos compatriotas de su raza, con bermudas y rastas, pero no se le ocurra entrar con un grupito de estudiantes, porque entonces hará que salten todas las alarmas y lo tratarán como a un puñado de delincuentes.

Uno no quiere ser mal pensado, pero lo mismo es porque los grupos de escolares no pagan la entrada, y ya sabemos que la pela es la pela. Pero es de vergüenza, para empezar, que tengan allí a cien estudiantes aguantando el chaparrón para entrar (los grupos acceden por otro lado), y que, estando la entrada vacía, les importe un caneco quién se moja o quién se acatarra. Y para continuar, sigue siendo de vergüenza que te permitan pasar con los paraguas (ya habíamos advertido que dejaran las mochilas en el autobús), a todos-todos los chavales, menos a una. Por jorobar, imagino. Pero lo que ya es el colmo del disparate es cómo te trata la Gestapo del lugar, o sea, los vigilantes, que para conseguir la plaza deben de haber aprobado un psicotécnico más o menos similar al de alguna franquicia de hamburguesas, y que mucho uniforme y mucho walkie-talkie (dale a un tonto un uniforme y se creerá que es Dios), pero de educación, de respeto y de modales, más bien ninguno.

Para los vigilantes de nuestro Museo del Prado (porque, en teoría, es nuestro), un grupo de veinticinco personas es poco más o menos que un rebaño de vacas o una kale borroca fuera de sitio (siempre y cuando no seas japonés, conste en acta). No intente usted decirles que vale, que comprende que no puede pasar a una sala porque está llena y espera a que quede libre, pues le amenazarán con negarle la entrada al resto el museo. Ni intente usted explicarles que, por la propia estructura del museo, es virtualmente imposible que los grupos de veinticinco estudiantes más el sufrido profesor no se vayan a cruzar en algún momento entre sala y sala. Por supuesto, para estos lumbreras del patrimonio nazional los grupos de veinticinco tienen que ir todos juntitos, como haces de espárragos: ay del que se separe un segundo para contemplar con más detalle un cuadro. Y no explique usted, que no tiene papeles para eso. Y circule y no levante la voz (aunque los del uniforme sí que pueden). Y no use el móvil, que estropea no sé qué sistemas de seguridad, y que nadie se siente a contemplar Las Lanzas.

Treblinka tuvo que tener allí de guardián a algún pariente de una de estas señoras (más las señoras que los señores, por cierto) que uno imagina perfectamente salvando almas de negritos por cojones y luciendo camisas oscuras en otros tiempos y quizá en otros países. Por lo visto, entre las habilidades necesarias para trabajar en ese templo de la cultura (insisto: de nuestra cultura), no priva la amabilidad, ni la simpatía, ni el don de gentes. Y sí, por cierto, el racismo del centro hacia la periferia: hacía tanto tiempo que uno no escuchaba por boca de nadie aquello de «andaluces tenían que ser» que de verdad que me sentí retrotraído hacia otra época.

Pues sigan así, señoras y señores asalariados del Prado, y con su pan se lo coman. Al paso que van, serán cada vez menos los colegios que los visitarán, habiendo como hay recorridos virtuales sin moverte de casa y disponiendo de medios técnicos que permiten explicar sus tesoros (que son nuestros tesoros) sin ser tratado como un delincuente por el simple hecho de querer disfrutar de un cuadro. Pero, ojo, que así perderemos todos. Ustedes y nosotros. Nuestra cultura y nuestra historia.

Lo mismo tendrían que aprender del trato primoroso, educado y simpático del Museo Arqueológico de allí mismo, de Madrid. Y eso que, éste sí, estaba lleno de niños pequeños alborotando, dibujando, admirando y riendo. O sea, aprendiendo y disfrutando.