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De un nombre castellano nació una calle jerezana
La calle Ávila ya se denomina con este nombre en 1559, cuando en sus aceras estaba el Hospital de la Sangre
Actualizado: GuardarTodavía parece verse la claridad que trasluce, en plena madrugada, el número 10 de la calle Ávila, cuando entonces se denominaba como Dávila, y en la que vivía el prelado don José María Urquinaona, secretario del Obispo gaditano Arbolí. Dicen que las homilías del que fuera Obispo de Canarias y Barcelona las daba forma su secretario, el padre Urquinaona, desde ese número 10 de la calle que todos conocemos como Ávila.
No se sabe bien cuál fue el origen de la calle y cómo vino a denominarse así. Algunos dicen que en esta zona de Jerez la familia Dávila tenía alguna posesión. Otros, en cambio, comentan que fue alguien de Ávila quien habitó por primera vez este lugar. El caso es que esta céntrica calle jerezana va retomando, poco a poco, la vida que tuvo en otras épocas, cuando en el número 9, que era una casa de vecinos, se escuchaban los cantes de El Tano. Eran otros tiempos, comenta Francisco Ramírez, que lleva toda la vida alrededor de la calle. Observándola y viviéndola día a día. Ahora Francisco vive en esa misma casa, y parece, cuando nos cuenta la historia de la calle, que todavía la noche huele a aguardiente y las mañanas a resaca. Parece que está viendo todavía a El Tano cantar por bulerías cuando despuntaba el día, mientras que el zapatero cojo se hacía una patita. «Siempre para un mismo lado porque la pata coja no le ofrecía todos los recursos necesarios para hacerlo por ambos lados», subraya.
Recuperándose
Poco a poco, la calle va tomando el pulso que perdió. Construcciones nuevas como la que está en el número 12, con viviendas que todavía están por entregar. Allí cuentan los vecinos que estaba una fábrica de cartones que pertenecía a Jerez Industrial.
Más allá, en el número 16, estaba el Telescopio, un bar que lo llevaba Pepe con su familia. Francisco Ramírez comenta que «su mujer, que estaba al cargo de la cocina, hacía unos fideos con caballa que estaban para chuparse los dedos». Desgraciadamente, se cerró porque los hijos se dedicaron a otra cosa. Pero todos en la calle recuerdan al Telescopio, y a Pepe, y a las tapas tan gitanas que hacía su mujer en la cocina del bar. Al lado estaba el chatarrero ciego al que todos conocían como El Carvana. Recogía cartones usados que le traían los muchachos hace cuatro décadas. Ramírez nos ilustra comentando que «no había quién le diera coba el ciego. Por muy poco que viera no había forma que le metiéramos algo de peso entre las láminas de cartón para que nos pagara alguna perra chica de más».
Entre la casa del cante que estaba en el número nueve y el bar de El Telescopio, había toda una calle muy jerezana por mucho que tuviera el nombre de la localidad castellana. A la derecha, según se baja a la calle Arcos, está, desde hace cuarenta años, la tapicería de la familia Coro. Alberto es hijo del fundador del negocio, don Francisco Coro Iglesias. «Aunque parezca que estamos aquí escondidos -comenta Alberto-, la realidad es que tenemos tiendas de decoración de interiores y hemos hecho trabajos hasta en París». El local de los artesanos huele a cuero, y las agujas no paran de trabajar de un pliegue a otro, tapizando el lateral de un sofá o forrando un sillón de skay rojo.
La Cruz Roja
Cuando se sale de la tapicería, parece que resuenan las viejas cornetas de la Cruz Roja, que ensayaban en el local del número 19. Allí estuvo durante años la cochera de esta institución. También servía para que la banda de cornetas y tambores hicieran sus puestas a punto antes de la Semana Santa. Ahora el local está cerrado, pero se cuenta en la calle que allí en tiempos de la República, vino Dolores Ibárruri La Pasionaria, a dar un mitin, porque antes fue sede de Comisiones Obreras.
Justo al lado, en el número 17, vive Juan Padilla, pintor e hijo del pintor con su mismo nombre. Una casa preciosa de piedra esculpida, donde sobresale en la parte alta la boca de una bestia que parece querer vomitar la historia de la calle.
Enfrente está el casco de bodega que desde que lo cogiera Enrique sirve como aparcamiento para los vecinos. Fue en su día el Garaje Nacional y después pasó por varias manos que lo explotaron como taller de coches. Ahora suenan los detectores de entrada cada vez que se entra en el garaje, donde las columnas finas que sostienen las arcadas tienen colgadas un reloj que marca la misma hora.
Casi tocando con Arcos, está el hotel Ávila que fundó en julio del 67 don Francisco Pacheco Romero, que también fue presidente del Moto Club Jerezano, cuando se organizaban las carreras de motos en el Portal y en San Benito. Pero el hotel ya no rugen los motores, sino que se escucha música cofradiera. La pone José Manuel Pacheco, cofrade del Transporte y de las Cinco Llagas, en lugar del hilo musical que es algo así como más impersonal. «Tenemos 33 habitaciones desde que comenzamos. Entonces éramos hostal, todo mucho más sencillo. Ahora ofrecemos los servicios de un hotel de dos estrellas», comenta José Manuel Pacheco.
Desde la calle Arcos a la de San Francisco de Paula, todo huele a Jerez. Cantes en el nueve, pintura en el diecisiete, cornetas y tambores en el diecinueve, una habitación libre en el hotel, y el olor a pegamento que desprende el veintiuno de los Coro. La bodega ya no huele a solera fina sino a neumático de coche. Sólo falta que vuelva ese aroma a fideos con caballa que salía del Telescopio.