...Porque era mía
Hay un lastre que ha venido afectando, en mayor o menor medida, a las distintas sociedades a lo largo de la historia y que, de modo inexplicable, continúa vigente e incluso aumenta en nuestra sociedad del siglo XXI. Me refiero a la violencia contra las mujeres, o dicho de manera más precisa, la violencia de género. Su aparición de forma periódica en los medios de comunicación es un fenómeno reciente. Los malos tratos siempre han existido, pero permanecían ocultos detrás de las puertas de las casas. Y ahora salen a la luz pública todo tipo de agresiones conyugales: físicas, psicológicas, emocionales (que también son violencia y tienen graves secuelas, a pesar de que son muy difíciles de probar), rompiendo esa imagen de remanso de paz que nos gusta imaginar que es el hogar.
Actualizado: GuardarAfortunadamente, los malos tratos han perdido el carácter de tema privado, de asunto que incumbe sólo a los miembros de una pareja y sobre el que los poderes públicos tienen que desentenderse. Las mujeres, a pesar del miedo, han comenzado a denunciar. Sus voces empiezan a oírse. La mayor presencia numérica de temas referidos a la violencia doméstica en los últimos años ha generado conciencia colectiva, abierto el debate y llevado a la opinión pública a la reflexión. Gracias a su mayor visibilidad, el tema se ha convertido en 'problema social', lo que implica la adopción de medidas legales y jurídicas por parte de los gobiernos, aunque con una paradoja importante de analizar. A pesar de la implantación de leyes, estamos asistiendo a una expansión de actitudes violentas, en general, contra las mujeres. El crecimiento del número de denuncias significa que la violencia ha aumentado, pero también se trata de un efecto positivo, producto de las campañas de sensibilización y para combatir la ignorancia, que han originado una mayor confianza de las mujeres a romper su silencio y denunciar (el incremento de casos que actualmente finalizan en sentencias condenatorias para el agresor son una prueba de ello), y de los recursos disponibles de los organismos públicos (información, grupos de apoyo, teléfonos).
A veces, en los intentos de explicación priman la discriminación de clase y la marginalidad: se tratan de mujeres pobres. Las víctimas son representadas en mundos oscuros, miserables, atravesados por fuertes conflictos sociales en los cuales la mujer es un simple botín. Circunstancias personales como el alcohol, las drogas, el paro, la pobreza y precariedad económica, crean una opinión general que sitúa este tipo de violencia en un contexto aparte. De esta manera, se difunden una serie de mitos que intentan ocultar la realidad, tales como que la violencia de género es un fenómeno que se produce generalmente en el seno de familias muy desfavorecidas, consecuencia de alguna enfermedad mental. Hay que insistir en este punto: la violencia contra la mujer abarca todos los sectores sociales. Un agresor puede ser un empresario millonario o un obrero pobre. Y sucede tanto en las sociedades desarrolladas como subdesarrolladas, en el Primer Mundo y en el Tercer Mundo.
La violencia, en cualquiera de sus múltiples facetas, siempre implica una expresión de poder. En el caso de la de género, ejercida por hombres que se consideran en situación de superioridad y con derecho de propiedad sobre las mujeres. No son historias de amor, son historias de dominio y fuerza. Contra novias, esposas, amantes todas aquellas con quien el hombre tiene una fijación platónica. Persigue a la mujer objeto de sus fantasías. Porque lo que él siente por ella no es amor, ni ternura, ni siquiera pasión erótica. Le ciega el deseo de controlarla, poseerla, hacerla suya, hasta convertirla en una parte de sí mismo, en definitiva, quiere eliminar la personalidad de la mujer. Es el romanticismo destructivo, de bolero y ranchera, que ensalza a la mujer pasiva y muda, que ni siente ni rechista (hablo con ella si no me responde), que se presta sólo a la contemplación para inspirar en el hombre una gran pasión. Porque de lo contrario, si ella conversa y muestra una gran personalidad, despierta en el varón mucho temor y se rompe el hechizo. O al extremo opuesto, la mujer altiva, hábil dialécticamente, que siempre sucumbe por amor. La violencia de género se basa en una concepción cultural predominante, la masculina, con sus normas, valores y principios antropocéntricos, que no se construye como alteridad sino por oposición, negación y odio a lo femenino, en una declarada y abierta guerra de sexos.
Aún se mantienen tradiciones culturales y religiosas discriminatorias que permiten el ejercicio de la violencia contra las mujeres, expresada en forma de infanticidios femeninos, violaciones, mutilaciones genitales, matrimonios forzados y tráfico de niñas. Mujeres que son atacadas con ácidos que les deforman la cara o mueren porque sus dotes no son suficientes. La sociedad, que ahora tanto se escandaliza, ha tolerado y justificado los malos tratos a las mujeres dentro del matrimonio. Hasta no hace mucho tiempo, en caso de adulterio femenino estaba justificado el crimen de honor, cosa que sigue ocurriendo en muchas partes del planeta. Todavía hoy es juzgado con mayor severidad el comportamiento sexual de las mujeres que el de los hombres. Nuestra cultura está repleta de dichos, refranes y creencias al respecto. Las nuevas tecnologías de la información ofrecen nuevas formas, pero siguen difundiendo los viejos contenidos de siempre, los mismos estereotipos femeninos, las imágenes degradantes de las mujeres que suavemente difunden y quedan arraigadas en nuestras mentalidades, en definitiva, la cultura patriarcal que necesita del ejercicio del poder. Las múltiples estructuras jerárquicas de dominación siguen vigentes, aunque utilizando medios más sutiles y sofisticados.