Un obrero de las palabras
Autor de una veintena de libros entre novelas, ensayos, cuentos infantiles y memorias, ingresó en la Real Academia en el año 2000
Actualizado: GuardarEn su discurso de ingreso en la Real Academia Española, el 30 de enero de 2000, Fernando Fernán Gómez se calificó a sí mismo de «obrero de las palabras». Modesta definición para quien, al margen de sus textos y adaptaciones teatrales, publicó una veintena de libros, entre novelas, cuentos, ensayos y memorias, y fue durante muchos años un agudo articulista.
Aunque en varias ocasiones se refirió a lo difícil que le resultaba escribir, su vocación literaria se reveló a muy temprana edad. Siendo apenas un adolescente escribía relatos al estilo de Emilio Salgari y Edgar Wallace, sus autores favoritos. Más tarde, movido ya por unos ideales sociales más nítidos, su ídolo fue Victor Hugo, y sobre todo Los miserables.
Aquellos eran ardores juveniles de los que hoy sólo queda una mención en trabajos de biógrafos y estudiosos de su figura. Porque los primeros textos publicados de Fernando Fernán Gómez tienen muy poca relación con aquellos afanes de aventura y justicia social. Son más bien piezas ligeras, que vieron la luz a finales de los cuarenta en la revista Cinema.
Para entonces, ya era amigo de Jardiel Poncela y pasaba las tardes en la tertulia de García Nieto en el café Gijón. Fue este último quien le publicó su primer texto verdaderamente ambicioso: una colección de poemas titulada A Roma por algo, que apareció como separata de la revista Poesía española en 1954. Siete años después editó su primera novela, El vendedor de naranjas.
El cine y el teatro consumieron luego todo su tiempo durante más de dos décadas. Hasta que en los ochenta, en parte porque su presencia en los rodajes se redujo, comenzó una verdadera carrera literaria que tuvo su momento álgido en 1987, cuando fue finalista del premio Planeta con El mal menor.
Autobiografía
Fernán Gómez puso especial interés en que no se vieran elementos autobiográficos en sus novelas, pero hubo de reconocer que en muchas de ellas está la peripecia de personas a quienes conoció. El caso más evidente es El viaje a ninguna parte. Es imposible, además, no ver en las opiniones de algunos personajes de esas obras las del propio autor, que se sentía un «anarquista burgués». Ahí están sus ideas sobre el amor y la libertad, sus dos mayores preocupaciones, presentes también en los ensayos (El actor y los demás, Impresiones y depresiones, El arte de desear, Historia de la picaresca...), sus dos colecciones de cuentos infantiles y su nada desdeñable producción periodística, plasmada en artículos sobre temas políticos, sociales y artísticos.
La profesora Cristina Ros, autora de una tesis doctoral sobre su trabajo literario, habla de su escepticismo, su pesimismo histórico, su resignación... Un espíritu que domina igualmente la única obra que dedicó a hablar de sí mismo: el volumen de memorias El tiempo amarillo. Para algunos, ese libro tierno, vital, triste por momentos, fue el que terminó por llevarle a la Academia. En él, escribió: «Quizá deberían todas las personas tener en determinado momento de su vida una necesidad tan acuciante de rememorarla como ésta que tengo yo ahora, para que la vida no fuera pareciendo, momento a momento, una muerte»