¿Por qué no nos callamos?
Por razones sin duda complejas y que quizá comprenderemos mejor dentro de algún tiempo, esta legislatura ha sido, está siendo todavía, bronca y desabrida, mucho más desnortada y convulsa que todas las anteriores. En este cuatrienio a punto de agotarse, han saltado por los aires consensos que se habían mantenido más o menos afianzados desde la etapa constituyente, se han cruzado fronteras en el ejercicio de la crítica que nunca antes se traspasaron y se han traído al debate tabernario cuestiones que nunca debieron haber salido de los territorios más discretos del cuerpo social. Varias instituciones están debilitadas, algunas viejas certidumbres se han cargado de dudas y se advierte un desapego general hacia la política, que es particularmente preocupante en algún caso: la irritación que experimenta la sociedad catalana por la sinrazón que ha presenciado en el ámbito público prácticamente desde las elecciones autonómicas del 2003 está plenamente justificada.
Actualizado: GuardarY tampoco el Monarca ha podido abstraerse de este clima insalubre, como si también le hubiera alcanzado alguna maldición superior y trascendente que a todos nos ha abarcado. Y en estas postrimerías del cuatrienio, la Corona se ha encontrado súbitamente en medio de de una colosal y multifronte polémica. Primero fueron las actuaciones judiciales intempestivas contra los caricaturistas de El Jueves; después, la quema de fotografías por grupos radicales catalanes, como un elemento más del complejo malestar; más tarde, se filtraba a la prensa el contenido de una agria conversación entre el monarca y la presidenta de la Comunidad de Madrid que versaba sobre el desgaste a que la COPE, la cadena de la Conferencia Episcopal, somete a la Corona; con posterioridad, la visita regia a Ceuta y Melilla, en medio de las protestas marroquíes, volvía a generar indirectamente polémica en torno al Rey.
En los primeros años del desarrollo democrático, brillantes intelectuales explicaron pedagógicamente el papel discreto de la Corona, cuya función simbólica reconocida por la Constitución ha de mantenerse velada y semioculta para no turbar el misterio que le confiere sus ribetes un tanto mágicos, irracionales, que están en la esencia de la institución, como están asimismo en la noción más profunda del Estado. De hecho, las viejas monarquías son capaces de resolver de vez en vez una crisis histórica y son el último instrumento estabilizador en casos de crisis nacional, pero no es ni prudente ni saludable que la Corona esté todos los días en la bronca de la cotidianidad, en vez de dedicarse apaciblemente a colmar las espaciadas reclamaciones institucionales que le formula la rutina del proceso político y a las funciones protocolarias y de lubricación social que le son propias.
En estas circunstancias, se han prodigado los análisis sobre la circunstancia regia, lo que ha contribuido evidentemente a exacerbar la visibilidad ya exagerada de la institución.
Si bien se mira y bien se ve, el Rey no se ha separado un ápice de la función constitucional que tiene encomendada: su papel representativo, refrendado por el Gobierno, ha sido desempeñado con la soltura habitual en las plazas africanas y en la fallida reunión latinoamericana. Lo demás ha sido sobreprotección o malquerencia. Y quizá convendría que nos calláramos todos durante algún tiempo para tomar aire y reflexionar mientras el jefe del Estado regresa a los parajes cenitales del Estado, dispuesto a ejercer discretísimamente su simbólica misión y a permanecer en la clave del arco constitucional.