LA GLORIETA

Las buenas costumbres

Cada vez es más evidente que estamos perdiendo las buenas costumbres. El caldo de puchero y el gazpacho vienen en tetrabrick, la fruta envuelta en plástico y refulgente de cera, las bufandas no las teje la abuela sentada en la mesa camilla sino que se pueden comprar en las tiendas de los veinte duros (perdón, 60 céntimos) y encima nos estamos quedando sin los entrañables motes.

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Sólo quedan algunos vestigios y, casi todos, en personas mayores. Qué pena que últimamente los apodos ya sólo aparecen en las esquelas y con ellas se pierden para siempre. Algún intento hay de conservarlos pero creo que quedan más en lo simbólico que en lo práctico, por ejemplo, la guía de teléfonos de no sé que pueblo según el mote y no el nombre. Esto de convertirnos en una ciudad conlleva sacrificios.

El otro día fui con mi abuelo a un campito junto a la barriada San José Obrero, cerca de unas hectáreas de tierra que ha cultivado durante toda su vida y que ya están rodeadas de ladrillo y cemento casi por todas partes. Al pasar con el coche por la puerta de un bar que frecuentaba hace años, exclamó: «¿Ahí está 'El Meinato'!».

Es un apodo que he escuchado durante toda mi infancia mientras jugaba a hacer tartas de barro y nunca me había dado por preguntarle de dónde viene: «Es que ése es de 'Meína'», me dijo como si fuera lo más lógico del mundo.

A él mismo lo conocen en el campo por su apodo, Pilín. Por lo visto, es lo que le decían al verlo tan joven y tan menudito en las tareas del campo. Al parecer, lo de Pilín le viene a mi abuelo por poquita cosa. Quién lo diría ahora, con 83 años y sus más de 90 kiletes bien criados. A ninguno de sus hijos le ha perdurado el nombre. Hay buenas costumbres que se están perdiendo.