Reformas racionales y reformas imposibles
Las propuestas de reforma constitucional que se refieren a elementos sustanciales y no a detalles cosméticos tiene por ahora el innegable obstáculo de la aritmética parlamentaria. Las cosas son así: la ciudadanía vota, el recuento se distribuye en escaños y los escaños dan uno u otro tipo de mayorías, dividiendo el hemiciclo parlamentario en grupos cuya mayor menor proximidad posibilita coaliciones, y permite o no las mayorías especiales que se requieren para las grandes reformas. Mientras el PSOE de Zapatero sea lo que es a finales de 2007, pensar que sus diputados puedan sumarse a un cambio constitucional de peso es ignorar con qué aliados opera y cual ha sido su posición respecto al nuevo estatuto catalán, las negociaciones con ETA o la consideración en su conjunto del modelo territorial.
Actualizado: GuardarSi el PSOE de Zapatero indirectamente está en manos de los nacionalistas, un Zapatero ganador en marzo a su vez repite alianzas, como es lo más previsible. Al modo de Sísifo empujando una y otra vez su roca hacia la cima de la montaña, los partidarios de una reforma constitucional de sustancia no tienen otro margen de maniobra que el que les ceda la opinión pública, inicialmente poco interesada en la cuestión salvo en franjas muy fieles al PP o al constitucionalismo que en su día enarbolan en el País Vasco PP y parte del PSOE conjuntamente. Pero, según las encuestas, la ciudadanía no percibe riesgos inminentes en el orden-o desorden- constitucional. Evidentemente, la racionalidad responde al empeño de una reforma como mecanismo de protección de la propia Constitución pero las circunstancias de lo posible son de una patente angostura.
Seguramente el votante de los dos partidos mayoritarios percibe en general que la falta de mayorías absolutas otorga un arbitraje desmesurado a los partidos nacionalistas pero no hasta el punto de que el largo y complejo proceso de una reforma constitucional de calado sea ahora mismo imprescindible y categórico. Por su parte, si existen políticos -en su mayoría del PP- que desearían una convocatoria electoral a cortes constituyentes, otros -y también en el PP- prefieren apostar por una mayoría relativa que permita a Mariano Rajoy gobernar en minoría o incluso intentar rehacer pactos con CiU o PNV, en la línea de los acordados en el primera mandato de Aznar: los pactos del Majestic, por ejemplo. Al fin y al cabo, la prioridad de un partido político es conseguir el poder y no presentar programas ideales. Lo mismo atañe a la reforma de la ley electoral. Por difundida que esté la idea de que el sistema mayoritario y la circunscripción unipersonal mejorarían la calidad representativa de la democracia española, las mayorías necesarias para poder consensuar tales cambios hoy por hoy son impracticables. Ahí, con realismo, es argumentable que la ley d'Hondt de por si ya rectifica algunos de les defectos del sistema proporcional.
El momento es de manifiesta incomodidad porque en el deslizamiento actual se agazapa la vulnerabilidad constitucional. Es de gravedad lo que está ocurriendo en el Tribunal Constitucional en referencia al estatuto catalán. La agenda constitucional en no poca medida sigue estando en manos de los nacionalistas, concretamente de ERC o el BNG. Queda por ver si los resultados de marzo alteran de alguna manera los comportamientos de CiU -en tránsito del autonomismo al soberanismo- y PNV en el sentido de la aclimatación o del distanciamiento. Pretender articular reformas para garantizar la estabilidad del Estado concebido por el consenso de 1978 es algo difícilmente practicable mientras Zapatero orqueste mayorías cuyo objetivo sea una vez más anular el prestigio, la permanencia y la operatividad de la Transición. Las elecciones de marzo nos llevan a un cruce de vías.