Callarse
La reacción espontánea e indignada del rey Juan Carlos a las impertinentes y groseras palabras de Hugo Chávez durante la intervención del Presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, en la reunión plenaria de la Cumbre Iberoamericana, que está siendo objeto de bromas y que, convertida en la frase del año, muchos la han adoptado como politono para sus teléfonos móviles, debería ser, a mi juicio, el punto de partida para una reflexión seria sobre el silencio de los políticos y sobre el arte de callar que hemos de ejercitar todas las personas responsables.
Actualizado:Si es cierto que la palabra es la herramienta más eficaz de los políticos, también es verdad que es la más difícil de usar y que, cuando no la administran de manera adecuada, se convierte en un arma peligrosa para sus propios fines e intereses. En nuestra opinión, la prueba más contundente de que un ciudadano está dotado de la capacidad para gobernar es la evidencia de que posee la difícil virtud de la discreción -no el secretismo- que consiste, fundamentalmente, en la capacidad de gestionar las ideas, de manejar las emociones y, más concretamente, que domina la habilidad para distribuir oportunamente las presencias y las ausencias, las intervenciones y las inhibiciones. Es discreto el gobernante que interviene cuándo y cómo lo exige el guión.
La discreción, no lo olvidemos, es una habilidad que, además de prudencia, sensatez y cordura, exige un elevado dominio de los resortes emotivos para intervenir en el momento justo, un tino preciso para acertar en el lugar adecuado y un pulso seguro para calcular la medida exacta, sin escatimar los esfuerzos y sin desperdiciar las energías. La indiscreción, por el contrario, puede ser una señal de torpeza o de desequilibrio, y pone de manifiesto la incapacidad para gobernar la propia vida y, por supuesto, para intervenir de manera eficaz en la sociedad. Supone siempre un peligro que, a veces, puede ser grave y mortal. El indiscreto corre los mismos riesgos que el chófer que conduce un automóvil que carece de frenos y de espejo retrovisor.
En mi opinión, el político que, como líder, conductor, comunicador y, por lo tanto, como profeta que habla en nombre de otros, en su lugar y por su encargo, ha de ser un fiel y riguroso administrador de la palabra. Es posible que, si lo meditaran detenidamente, en vez de leer libros, acudir a cursos e, incluso, contratar a especialistas para que les enseñen a hablar, llegarían a la conclusión de que necesitan ayuda, sobre todo, para aprender a callar.
Quizás no sean conscientes de lo bien que les viene callar, al menos de vez en cuando, con el fin de administrar las pausas y de esperar el momento oportuno para acertar con las palabras adecuadas. Es cierto que valoran positivamente el arte de hablar y el arte de escribir pero, sin embargo, no están muy convencidos de que el arte más elocuente y el más difícil de dominar es el de callar.
En contra de lo que a primera vista parece, abundan más las ocasiones en las que tropiezan con dificultades para permanecer en silencio, y no llegan a aceptar que callarse puede ser un procedimiento más eficaz que hablar.
Hemos de reconocer que hablar, además de ser la mejor medicina para aliviar el peso de las preocupaciones, también sirve de válvula de escape de las tensiones y una manera natural de desahogarnos, pero los políticos deberían advertir que, en mu-chas ocasiones, cuando hablan, abren las puertas de sus tesoros más importante para que los desaprensivos penetren en el interior de sus vidas y los maltraten de manera despiadada: pronunciar palabras -sobre todo las inoportunas- es ofrecer flancos para que los adversarios, los ataquen y destruyan sus mejores caudales.