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Propuesta de Peces-Barba

Gregorio Peces-Barba, padre de nuestra Constitución y uno de los expertos constitucionalistas más eximios de cuantos han guiado nuestra andadura legislativa en el desarrollo de la carta magna, acaba de publicar un relevante artículo que es todo un proyecto democrático de futuro, que deberían leer detenidamente los grandes partidos para recapitular las bases del sistema y planear conjuntamente el camino hacia el horizonte, que en estas graves materias fundacionales debería ser recorrido de consuno.

ANTONIO PAPELL
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En su trabajo, este catedrático de Filosofía del Derecho, que estuvo en política -fue presidente de las Cortes- sin vocación de poder y apenas para palpar de cerca la materia de sus indagaciones intelectuales, explica que nuestra Constitución es un auténtico pacto social de convivencia para vivir establemente en paz y en libertad. Dicho pacto, que costó muchas sacrificios y renuncias a sus firmantes, no es en modo alguno una etapa efímera del desarrollo político de este país, una etapa transitoria hacia otras fórmulas de convivencia como querrían algunas fuerzas nacionalistas; por el contrario, una obra tan ardua deberá tener «una amplia prolongación en el tiempo y una motivación reforzada para su reforma».

Para Peces Barba, dos serían los grandes objetivos del pacto: en primer lugar, la monarquía parlamentaria «carente de prerrogativa -no es ni legislativo, ni ejecutivo, ni judicial y representa la unidad y permanencia del Estado-», encarnada cabalmente por don Juan Carlos, un monarca que ha acreditado con hechos su exquisito respeto por las instituciones y por los gobiernos surgidos de la voluntad general; aunque cabe la crítica a la monarquía, es difícil sostener argumentos contrarios a la institución que es «una garantía de estabilidad y neutralidad que funciona».

El segundo gran objetivo es el mantenimiento del Estado de las Autonomías, «como Estado funcionalmente federal»; en este marco, los excesos de quienes respeten los procedimientos «tienen arreglo y la última palabra la tendrá el Tribunal Constitucional»; por el contrario, los que se saltan el procedimiento y lo violan frontalmente -el caso del lehendakari Ibarretxe- no tienen el menor porvenir, y lo grave es que pueden «deteriorar la convivencia futura del buen pueblo vasco».

La idea es digna de ser tenida en cuenta, aunque sólo sea por la brillante paternidad que ostenta; en todo caso, y como es lógico, Peces-Barba deberá convencer en primer lugar a los dos grandes partidos, que son los únicos que de común acuerdo están legitimados para modificar las grandes reglas de juego político. Algunos pensamos sin embargo que, aunque en efecto la ley electoral es preconstitucional -y proviene de un decreto-ley anterior incluso a las primeras elecciones generales de del año 1977-, ha adquirido por el uso un claro carácter fundacional, por lo que habría que meditar mucho la conveniencia de cambiar un instrumento tan venerablemente ligado a nuestros procesos democráticos.

Lo importante de una ley electoral es su neutralidad y su estabilidad, no la mayor o menor exactitud, siempre subjetiva, en el retrato que proporciona de la sociedad civil. Los politólogos saben que todos los modelos tienen ventajas e inconvenientes, por lo que quizá lo más inteligente sea hacer los menos cambios posibles.