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Editorial

No se calla

Los intentos del Gobierno español de enfriar los ánimos con el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, después de que el Rey y José Luis Rodríguez Zapatero le afearan su conducta en la Cumbre Iberoamericana, volvieron a colisionar ayer con la creciente hostilidad del dirigente sudamericano, que ha amenazado con revisar a fondo las relaciones con España y con vigilar de cerca las actividades de las empresas nacionales radicadas en su país. Es patente que, con el paso de los días, Chávez no sólo no atempera con su silencio el alcance del conflicto creado, sino que proyecta la censurable impresión de que ha encontrado en su polémica con el Ejecutivo español una excusa para desviar la atención de la contestación social que está recibiendo internamente su propio Gobierno. Al tiempo que trata de azuzar la división entre los gobiernos y en las sociedades de América Latina.

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Mientras el ministro Moratinos ha optado por tratar de encauzar discretamente el contencioso, con un criterio muy pragmático cuya eficacia está por demostrar, Chávez ha emprendido una escalada de ataques verbales exigiendo excusas al Rey y llegando a atizar historias de conquistadores españoles degollando indígenas.

La posibilidad de que la reconvención de Don Juan Carlos haya despertado una corriente crítica en Venezuela con el uso abusivo que efectúa el líder bolivariano del poder otorgado por las urnas parece estar detrás de su pretensión de acotar aún más los márgenes de maniobra de los empresarios españoles, inquietos ante la inseguridad jurídica que acecha a sus inversiones. La octava potencia económica del mundo ha de defender los intereses de sus compañías en el extranjero y la dignidad de sus instituciones. La provocación antidemocrática de Chávez no sólo no puede ya soslayarse con apelaciones retóricas a la diplomacia, sino que se ha convertido en un examen para la credibilidad y la firmeza de la política exterior del Gobierno de Rodríguez Zapatero.