Editorial

Responder a la provocación

La actitud provocadora del presidente venezolano Hugo Chávez en la reciente Cumbre Iberoamericana y su retadora insistencia posterior obligan a reflexionar sobre el fondo y las formas de la política exterior española. No es casual que el autoproclamado líder bolivariano quisiera empañar con sus salidas de tono los frutos de un encuentro que había fijado su atención sobre las desigualdades sociales extremas que padecen Centroamérica y el Cono Sur. Frente a la opción mayoritaria por hallar respuestas de justicia social en el desarrollo de la democracia representativa y el libre mercado, Chávez y los gobiernos que giran en su órbita -como es el caso de Nicaragua, Ecuador o Bolivia- pretenden instaurar en Latinoamérica y el Caribe políticas autárquicas que, utilizando la soberanía nacional como subterfugio, pretenden parapetarse tras el anunciado «socialismo del siglo XXI». De ahí que el marco multilateral y plural de la Cumbre Iberoamericana incomode al chavismo, que desearía tintar con sus propios colores el sentir de toda América Latina. Por eso mismo, la sombra proyectada por Chávez sobre el encuentro, lejos de cuestionar su idoneidad, constituye un argumento definitivo para perseverar en el esfuerzo común por hallar soluciones compartidas a los grandes problemas de Iberoamérica. El Estado español, por sus vínculos históricos y por el papel que puede desempeñar respecto a la América de habla hispana, está obligado a mantener vínculos estables y duraderos con el resto de los estados iberoamericanos. Pero las relaciones de gobierno a gobierno han de guiarse por criterios de reciprocidad, de manera que la disposición generosa no se vuelva permisiva para con los recelos infundados o los agravios victimistas, y mucho menos ante las hirientes insidias.

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Es inadmisible que el presidente venezolano se atreva a sugerir la implicación del Rey Juan Carlos en el episodio golpista que le arrebató el poder por unas horas en 2002. Como es inaceptable que ante la opinión pública iberoamericana se tilde de sospechosa la actuación de las empresas de matriz española presentes allí, cuya obligación es obrar según la Ley de cada país, pero sin que ello las silencie cuando consideren que esas normas entran en colisión con la necesaria racionalidad económica en un mundo globalizado. Claro está que el Gobierno en ningún caso debería dejarse guiar por tales exabruptos en la réplica que dichos pronunciamientos merecen. Pero tampoco puede obviar, en nombre de una supuesta diplomacia, ofensas y descalificaciones que, en el fondo, van dirigidas contra todos los españoles. Es probable que la llamada a consultas al embajador en Caracas no sea la medida más oportuna para reconducir la situación. Pero silenciar la indignación o restar importancia a lo ocurrido sólo servirá para que el artífice del petropopulismo se envalentone y se anime a reincidir en la provocación.