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Jugar con fuego

Hasta que llegó Maragall a la presidencia de la Generalitat en 2003, 23 años después de que Jordi Pujol hubiera ocupado el sillón presidencial de la vieja institución catalana, la más exquisita corrección había presidido las relaciones entre Madrid y Barcelona. Pujol nunca ocultó su catalanismo ni su voluntad de lograr para Cataluña todas las ventajas posibles en el régimen constitucional que él mismo había contribuido a fundar; sin embargo, aunque lógicamente aprovechó todas las circunstancias para negociar un trato ventajoso, nunca recurrió al chantaje político ni mucho menos a la amenaza más o menos velada de ruptura si no se le concedían las dádivas que solicitaba. Pujol era, es, un estadista.

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Maragall fue el primero que, en parte por su propio mesianismo, en parte por las características radicales de los socios con que llegó al poder, convirtió aquella relación creativa centro-periferia, cargada de tensión pero leal en ambos sentidos, en una tormentosa y antiestética exigencia. Con independencia de la justicia y de la oportunidad de sus reclamaciones, Maragall trajo a colación el vidrioso asunto de las balanzas fiscales, repudió la cuota de solidaridad implícita el concepto de compensación interterritorial, acusó a las regiones menos desarrolladas de parasitismo y blandió por primera vez el arma del bilateralismo confederal y hasta el fantasma de la secesión.

Se dirá que Maragall era pese a todo un político muy brillante a quien jamás se le pasó por la cabeza la descabellada idea de dar rienda suelta a las veleidades independentistas que sólo abraza un pequeño sector de la sociedad catalana. Pero aquel germen insidioso estaba lanzado y quienes han seguido sus pasos han dado la lección por aprendida, sin poseer la altura de miras, la calidad intelectual y la solvencia personal del maestro.

Esta situación inquietante y peligrosa no es en absoluto imaginaria ni fruto de una preocupación exagerada: esta misma semana que concluye, y en el plazo de unas pocas horas, el presidente de la Generalitat, Montilla, y el presidente de los empresarios catalanes han utilizado el más desabrido victimismo, teñido de amenazas, en sus relaciones con Madrid. Un Montilla resurgido de su mediocridad, que ha adquirido incluso unas capacidades oratorias desconocidas hasta ahora, ha alertado a España «del desapego catalán». Montilla ha advertido a quien corresponda de las «graves consecuencias políticas a medio y largo plazo de una desafección emocional de Cataluña hacia España y hacia las instituciones comunes». La Vanguardia ha ido más allá en sus análisis y ha mencionado la posibilidad de que Cataluña recite el «Adéu, Espanya» de la conocida oda de Joan Maragall, el ilustre abuelo del ex presidente. En realidad, Montilla estaba advirtiendo de lo que podría ocurrir si finalmente el Estatuto de Cataluña resultara arrasado por un Tribunal Constitucional manipulado políticamente, pero ni así, teniendo la razón, es aceptable el tono hiriente de la conminación.

El presidente de los empresarios catalanes ha bajado a la arena política también con amenazas: la de una huelga fiscal si Cataluña no recibe el trato del Estado que merece en justicia. Joan Rosell, presidente de Fomento del Trabajo, patronal integrada en la CEOE, ha tenido palabras muy duras a la hora de aportar unas cifras que revelarían una clara discriminación.

Podría pensarse legítimamente que los líderes catalanes no sólo se han radicalizado sino que utilizan este lenguaje porque sus interlocutores en el Estado se lo consienten. Es probable que este Gobierno haya dado muestras de cierta debilidad en estos debates en los que hay límites que nunca hubieran debido franquearse. Por la sencilla razón de que las relaciones interinstitucionales y entre territorios deben conducirse con cierta altura, de forma que la dureza nunca llegue a la incivilidad ni a la confrontación tabernaria.

La vida en común de los pueblos y de las personas es una misión siempre trascendente que debe producirse en el marco del respeto. El grito no sirve para construir, y los discursos airados podrían salir de todo control y conducirnos a rupturas irremisibles que ni siquiera deben ser planteadas en el terreno traicionero de las hipótesis.