Cursillo para calumniadores
No siempre se cumple la sórdida consigna esa de «calumnia, que algo queda». A veces lo único que queda es el pestilente olor del calumniador. Para que una calumnia sea buena debe ser aproximada. Si no encaja de alguna forma con la víctima, no resulta creíble. Si alguien propaga que un magnate de las finanzas, dueño y señor de un banco y disimulado súbdito de otros, es una persona infinitamente generosa, debemos ponerlo en duda. Si alguien nos dice que un político más o menos saltarín tiene pasión por la verdad, también nos es lícito ponerlo en entredicho. Nunca han dejado de estarlo, pero ahora las calumnias han vuelto a estar de actualidad. Ya dijo Cocó Chanel, cuando le preguntaron qué era la moda, que es todo lo que no puede pasar de moda. La penúltimas calumnias nos han llegado de Barcelona, «archivo de cortesía», según Cervantes. Jordi Puyol, ex presidente de la Generalitat, que llevaba una temporada sin inclinarse por los problemas nacionales a pesar de su adecuada postura de pescuezo, ideal para rematar un córner, ha asegurado que conoce casos de catalanes a quienes los taxistas de Madrid han obligado a bajarse del coche al oírles hablar la hermosa lengua catalana. No conozco personalmente a todos los taxistas madrileños, pero puedo poner por ellos las manos en el volante y decir que eso es mentira. Mentira podrida.
Actualizado: GuardarPoco antes, Vidal Quadras, que es un tarugo integral, había calumniado a Blas Infante. No se requiere demasiado valor para zaherir a los muertos, sobre todo a los que fueron asesinados por sus contemporáneos. Blas Infante era un hombre de tantos sueños que nos puede extrañar que lo confundan con la noche. Fue un andaluz de España y de la humanidad y no quería que su tierra fuese un yacimiento de braceros, pero los aguerridos calumniadores no se detienen ante nada. Pretenden hacer un federalismo guerrillero, hirsuto y confrontador. Allá ellos y pobres de nosotros.