A vueltas con la nación
Hasta la llegada al poder del Partido Popular en 1996, la estructura del Estado, el diseño del modelo autonómico, no estuvo verdaderamente en el debate político. En efecto, en julio de 1981, Leopoldo Calvo-Sotelo, presidente del Gobierno, y Felipe González, líder de la oposición, suscribieron los primeros pactos autonómicos que fueron actualizados en 1992 por el entonces presidente, Felipe González, y el líder de la oposición, José María Aznar, que cerraron el mapa de las diecisiete autonomías con las mismas instituciones pero con distintas competencias y dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla. Finalmente, fruto de estos acuerdos, los mismos actores dieron por cerrado en 1995 el Estado autonómico a nuevas remodelaciones o ampliaciones.
Actualizado:Durante el período 1996-2004, con el PP en el poder, acaeció un sensible viraje: en la primera legislatura de Aznar, en que el líder conservador tuvo que hacer de la necesidad virtud, funcionó pacíficamente una creativa alianza entre la mayoría estatal y la coalición CiU, a la que impuso como única condición el no planteamiento de la reforma estatutaria, que ya comenzaba a barajarse en ciertos sectores catalanes de opinión.
Durante la segunda legislatura de Aznar, ya con mayoría absoluta, se produjo una seria radicalización de las actitudes, marcada por el ensoberbecimiento de Aznar y por la retirada de Pujol; las elecciones autonómicas catalanas de 2003 se celebraron en un clima de exacerbación nacionalista, con la reforma estatutaria en el programa de todos los partidos menos el PP, y con una generalizada hostilidad contra el Ejecutivo central. El resto de la historia es ya muy cercano: el Gobierno socialista inesperadamente surgido de las urnas en 2004 tuvo que encauzar a trancas y barrancas aquel proceso desaforado.
Si el PP; durante su etapa de poder, trajo a colación el respetable concepto del patriotismo constitucional, los dos grandes partidos han escenificado en esta legislatura que concluye un rancio y anacrónico debate sobre los más viejos tópicos del nacionalismo españolista. En efecto, el proceso estatutario se ha discutido sobre el trasfondo de la inquietante cuestión de si se rompe o no España; el mal llamado proceso de paz ha supuesto una discusión sobre la prevalencia de los valores patrióticos y ha servido de pretexto para que sectores conservadores, teóricamente vinculados a las víctimas del terrorismo, tomaran reiteradamente las calles tremolando los símbolos patrios y agitando las aguas del caldero nacionalista; y asimismo, en el discurso político general, subyace una agria disputa sobre el papel internacional de la nación española, que ha pasado del espejismo de la foto de las Azores (y de los pies de Aznar sobre la mesa en el rancho de Bush) a la prosa de una potencia europea de tamaño medio y proyección acorde a su dimensión objetiva.
Y, como cabía esperar, la gran disputa por acreditar los fervores patrióticos ha llegado asimismo a los prolegómenos de la campaña electoral: aunque no sería justo reducir la visita del jefe del Estado a Ceuta y Melilla a una dimensión meramente oportunista, es claro que este gesto regio tiene una inevitable lectura de política interna: el Partido Socialista se ha buscado su Perejil patriótico para competir con su principal antagonista en el terreno del españolismo flamígero en las plazas africanas. Quienes creemos sinceramente en el patriotismo constitucional y desconfiamos por tanto de otras vehemencias patrióticas irracionales y sentimentales, vemos el espectáculo de unas colectividades enardecidas por los símbolos -españoles a un lado, marroquíes al otro- con inevitable desazón.
Cualquier observador verá sin embargo que el colorista alarde de enseñas y banderas es minoritario en este país y tiene un predicamento cuantitativa y cualitativamente muy limitado. Predominan sin duda en las muchedumbres las convicciones intelectuales sobre las creencias pasionales, como corresponde a una democracia adulta. Por lo que sería muy deseable que se recuperaran los consensos básicos sobre el ser y el estar de España, lo que permitiría excluir del proceso político todos estos acaloramientos que nos retrotraen a un pasado de sangre y fuego que está muy lejos del frío y sereno presente en que predominan otros conceptos: laboriosidad, tolerancia, respeto y sentido común.