COMPLEMENTO CIRCUNSTANCIAL

El nombre de la calle

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or una u otra razón, todos los cambios políticos terminan por salpicar al nomenclátor de las ciudades. A estas alturas, lo de cambiar los nombres de las calles se ha convertido en un bálsamo para curar memorias, como si por silenciar el nombre del ladrón se perdonara el delito. La tradición nos viene de antiguo. Adolfo de Castro reformó en su totalidad el callejero de Cádiz alegando motivos estéticos, no en vano las calles se llamaban Rata, Sucia, Husillo, nombres que el alcalde consideraba impropios para una ciudad que ya en el siglo XIX pretendía vivir de su historia. Por ello, pretendió hacer un callejero ilustrado que fuera memoria viva del pasado -un parque temático, diríamos hoy- agrupando los nombres de los médicos cerca de la Facultad de Meidicina, los de pintores junto a la Academia de Bellas Artes, los de romanos en el barrio del Pópulo y así hasta completar un recorrido que riánse ustedes de las rayas moradas y de las visitas tematizadas. Pero duró poco, porque los de Cádiz somos así, que llamamos a las cosas como nos parece -plaza de toros, Olivillo, cuarteles, y añadan muchas más-. Fermín Salvochea, que hizo mucho más que quitarse la chaqueta y esperar a su madre en la puerta de la iglesia, cambió los nombres que tenían reminiscencias religiosas, movido por el profundo ateísmo que abanderaba el cantón. A San Pedro la llamó Razón, a San Pablo, Fraternidad, a Santa Lucía, Libertad, a Encarnación, Voltaire, a San Fernando, Muñoz Torrero y a Rosario -ésta es la que más me gusta- Quintana-. No alteró la vida de la ciudad porque la gente las siguió llamando como siempre. Luego vendrían las reformas de 1901, 1932, y la democrática de 1979, sin contar las necesarias modificaciones con motivo de la ampliación de la ciudad. Pero las calles son siempre las mismas, se llamen como se llamen, estén donde estén. Mi madre nació en la calle Victoria Kent, en Algar. Lo tiene en su memoria histórica, en la otra, en la de todos los días, ni se había enterado.