Muerte incesante
La muerte de un centenar de inmigrantes ilegales en aguas del Atlántico en apenas dos semanas supone la expresión más trágica y desalentadora de la lucha desesperada por la supervivencia y el deleznable comercio con las esperanzas de miles de seres humanos. Si el pasado 24 de octubre un pesquero español localizaba al único pasajero con vida de un cayuco cargado originalmente con 57 personas que se dirigían a Canarias, los servicios costeros de Mauritania avistaron el lunes por la noche otra embarcación con alrededor de 90 extranjeros a bordo; el resto de los viajeros, en torno a medio centenar sin identidad conocida, pereció víctima de la inanición y las bajas temperaturas a lo largo de una sobrecogedora travesía. Cuesta tan siquiera imaginar no ya las penurias de tan arriesgada aventura, sino, sobre todo, el sufrimiento y la impotencia de los inmigrantes obligados a presenciar la muerte sin remedio de todos sus compatriotas.
Actualizado:El desenlace de ambos casos agrava hasta el extremo las circunstancias comunes que guardan uno y otro: tripulaciones presumiblemente engañadas por las mafias, sin combustible para poder alcanzar el litoral canario y dotadas de unos insuficientes recursos para poder sobrevivir.
Que los cayucos partieran de Mauritania y de Senegal, dos de los países en los que España ha promovido 15 escuelas-taller para tratar de amarrar a los jóvenes a sus lugares de origen, evidencia las dificultades para controlar la inmigración ilegal incluso en aquellos estados más proclives a cooperar para impedirla. La muerte de los extranjeros antes de llegar a su destino no puede ser interpretada, en ningún caso, como un problema menos acuciante que si hubieran logrado arribar a nuestras costas. España y el conjunto de la Unión Europea están obligadas a reforzar los lazos de colaboración, pero también a requerir un compromiso continuado de los estados africanos concernidos.