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Ni solución ni ruptura de España

Nos enseñaban que la excepción confirma la regla. En la actualidad de España, no son pocos los problemas y conflictos. En general, la experiencia indica que al solventar unos aparecen otros, pero algunos problemas no tienen una solución definitiva. Son esos los conflictos que sólo se pueden conllevar, con mayor o menor entorno negativo según las épocas. Desde el siglo XIX eso viene ocurriendo con los nacionalismos periféricos. El dispendio de energía colectiva es constante, llegando en ocasiones al enfrentamiento, solapado o explícito. Las alianzas parlamentarias que el gobierno de Rodríguez Zapatero urdió para mantenerse en el poder han erosionado -especialmente Esquerra Republicana- algunos de los consensos que operaban positivamente desde los años de la transición democrática. En las negociaciones con ETA también se han dado indicios de una cierta ruptura con el 'status quo' de la estrategia antiterrorista y del modelo territorial del Estado.

VALENTÍ PUIG
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Asumirlo todo eso de forma clara no quiere decir, sin embargo, que sea obligatorio dar por sentado que existe lo que algunos llamaban anomalía histórica de España. En todas las principales naciones-Estado de Europa ha ocurrido algo parecido en uno u otro momento. Los sucesivos planes secesionistas del lehendakari Ibarretxe o el salto cualitativo que implica el nuevo estatuto catalán generan una notable fatiga pública. Fuera de Cataluña o del País Vasco se produce un desentendimiento casi general, pero es lo que eso también ocurre en el seno de las sociedades vasca y catalana, como se vio en los índices de abstencionismo en el referéndum sobre el nuevo estatut. A más nacionalismo, más división -o pasividad-. Existe un tope social que aparece cuando el catalanismo pretende avanzar hacia el soberanismo saltándose el autonomismo. Ahora mismo, este proceso coincide con una pérdida cuantiosa de capital simbólico.

Con levedad post-moderna llegaríamos a la conclusión paradójica de que todo es relativizable en materia de identidades. En consecuencia, no existirían la idea y realidad histórica de España precisamente porque se le oponen las entidades de presuntas naciones sin Estado como Cataluña o el País Vasco. A veces se dice desde el resto de España: «Qué se vayan». Esa es una postura esencialmente injusta. Sobre todo es injusta con los altos porcentajes de catalanes y vascos que declaran una y otra vez -según todas las encuestas- que se sienten catalanes y españoles o vascos y españoles a la vez, sin ningún tipo de crisis identitaria. Tenemos así un elemento de continuidad y otro de homogeneidad, sin dejar de considerar que las identidades no son fijas sino que evolucionan por que son parte del devenir -a veces para bien y otras para mal- de la Historia, desde más allá de los Reyes Católicos. Es en el curso de la Historia que las naciones-Estado han sido formulándose y alcanzando estadios de articulación institucional. Eso fue la monarquía hispánica, por ejemplo, con sus distintas secuencias dinásticas y distintas estrategias -en el ámbito internacional, por ejemplo-.

De nuevo, al cotejar España con sus contextos europeos, no puede afirmarse que seamos un país de una inestabilidad específica por contraste con Francia o el Reino Unido. Estamos hoy en situación idéntica. Si la decadencia fue en gran parte un mito, la idea de una España a punto de romperse todos los días tiene más de psicosis que proceso de terminal plenamente contrastable. Con todas sus incomodidades y disfunciones, lo más probable es que los envites del particularismo y de los partidos secesionistas no cesen, siendo a la vez similar la respuesta de la sociedad española: cohesión, integridad, permanencia, continuidad. Esa es la fortaleza del orden institucional que quedó asentado en 1978. Ni final feliz a la vista ni una España rota: estrictamente, conllevancia.